Trinchera de ideas | Fentanilo. El uso de la droga como política

12/06/2025.- Durante la última década del siglo pasado, tras la desaparición de la Unión Soviética y el fin de la Guerra Fría, Estados Unidos se dio a la tarea de buscar un nuevo enemigo que sirviera de eje para reorganizar su política exterior y su política militar. En primera instancia lo encontró en el narcotráfico. Después del 11 de septiembre de 2001 agregó al terrorismo como instrumento de ordenación de su acción intervencionista y agresiva en el mundo, a fin de sustentar su hegemonía, en particular en América Latina y el Caribe.

En la práctica, Estados Unidos —además de buscar respuesta a un tema de la agenda internacional— encontró de este modo una salida a un problema interno, trasladando al exterior los costos políticos. Desde 1960, a partir de la Ley Antiabuso de Drogas, se introdujo un conjunto de sanciones a los países productores, junto a ello comenzó un proceso de militarización de la lucha contra el narcotráfico. Así, se modificó el equilibrio de fuerzas en América Latina y el Caribe, debilitando además la relación cívico-militar y afectando la gobernabilidad y la democracia que se sostenían con diferentes grados de estabilidad. Era la vieja política de “a río revuelto, ganancia de pescadores” aplicada por Washington para incrementar su control sobre la región.

Por otro lado, poco se ha hablado en profundidad del fracaso de Estados Unidos en el control de la demanda de drogas a fin de trasladar la presión de los países consumidores a los productores y de tránsito. A finales de la década de los 80 del siglo pasado, un oscuro senador estadounidense por el estado de Delaware, llamado Joe Biden, dijo en el Congreso de su país que, a pesar de que los programas antidrogas se habían incrementado, la producción de sustancias psicotrópicas había aumentado de forma considerable: 143% la cocaína, 84% el opio y 33% la marihuana. Es decir, el aumento de los recursos de control de la oferta no estaban acompañados de programas de reducción de la demanda, todo lo cual manifiesta el desinterés de Washington por solucionar el problema.

Esto tiene dos razones: la primera, apropiarse de los ingentes recursos que proporciona el tráfico de drogas, la mayor parte de los cuales fluye por el sistema financiero de Estados Unidos. De acuerdo al Instituto Nacional sobre Abuso de Drogas, a finales de la década de los 80 del siglo pasado, la venta anual de estas sustancias superaba los 110 mil millones de dólares, la mayor parte de los cuales venía a sostener las finanzas de Estados Unidos, un país en el que —según la misma fuente— 37% de su población había consumido algún tipo de droga.

El segundo objetivo es mantener a la juventud idiotizada y, con eso, fácilmente controlada para que no piense ni actúe frente al daño que la sociedad capitalista le genera. Los altos niveles de estupidización de la juventud estadounidense le permite al sistema manejarla a través del consumismo, la banalidad, la superficialidad y el individualismo, entre otros mecanismos de control societal. En esa medida, los jóvenes jamás van a ser un actor para el cambio que la sociedad necesita. Para Washington, el tema de la droga no es un asunto de salud pública, es un área utilizable para ejercer su control, en primer lugar sobre su propia sociedad, y en segunda instancia sobre la región y el mundo. Para ello fue creada una organización llamada Administración de Control de Drogas (DEA), que no se propone impedir el narcotráfico, sino organizar, regular y distribuir el ingreso y el consumo de manera que pueda servir a los dos intereses anteriormente planteados.

Esto ocurría en el siglo pasado y comienzos de este. En ese período histórico, China no era un adversario considerable, sobre todo mientras existió la Unión Soviética, a la que ambos identificaban como enemigo común. Su desaparición trajo una época de caos del sistema mientras Washington buscaba un nuevo enemigo. Las acciones terroristas del 11 de septiembre de 2001 hicieron que ambas potencias nuevamente reconocieran a otro enemigo colectivo.

Nuevamente se inició una etapa de acercamiento y flirteo: Estados Unidos, porque comenzó su “guerra contra el terrorismo”, ubicando el centro de esta dinámica en Afganistán. Y China porque ese país tiene límites con Pekín, que veía con preocupación que desde Kabul se pudieran establecer mecanismos de apoyo al Movimiento Islámico del Turquestán Oriental (MITO), organización reconocida como terrorista por la ONU y que tenía presencia en la occidental provincia de Xinjiang, fronteriza con el país del Asia Central que en algún momento llegó a producir entre el 80 y el 90 % de los opiáceos no utilizados en farmacia en el mundo. Washington y Pekín coincidían en su intranquilidad y desasosiego por este dato.

Pero la crisis financiera de 2008 y el despegue de China hacia su encumbramiento como potencia global le hizo sentir a Washington que debía acelerar su proceso de transformar a Pekín en enemigo principal, para lo cual debía crear nuevos instrumentos. Así, surgió la doctrina del “pivote asiático” de Obama, la creación del Diálogo de Seguridad Cuadrilateral (QUAD) formado por Estados Unidos, Japón, Australia e India, la alianza estratégica militar entre tres países de la angloesfera: Australia, Reino Unido y Estados Unidos (Aukus) y la alianza de inteligencia anglosajona integrada por Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, llamada “De los Cinco Ojos”. Todas ellas instrumentos militares orientados a la contención de China. En esa lógica también se inscriben las dos guerras comerciales de Trump (fallidas ambas) y los ataques contra Huawei y la tecnología 5G de China, entre otras acciones llevadas adelante por las últimas administraciones estadounidenses.

Dando continuidad a este escalamiento contra China es que se puede entender el argumento de la subida de aranceles motivado en la “exportación” ilegal de fentanilo de China a Estados Unidos. El fentanilo es un opiáceo sintético que actúa en las áreas del cerebro que controlan el dolor y las emociones. Se caracteriza por ser 80 veces más potente que la morfina. En su uso clínico, tiene un comienzo de acción de un minuto y una duración máxima en su efecto clínico de 30 a 60 minutos.

Por estas características es utilizado en la anestesia como potente analgésico, en las Unidades de Cuidados Intensivos (UCI) para pacientes en ventilación mecánica en infusiones continuas, en algunos procedimientos muy específicos de corta duración y en pacientes con dolores crónicos, sobre todo en contextos oncológicos y como parches o “paletas de caramelos” en niños.

Tiene una alta capacidad adictiva, por lo que su uso en otros escenarios, como servicios de urgencias, no estaría indicado ya que para mantener el alivio del dolor en un tiempo prolongado se requiere repetir las dosis y por tanto aumentar exponencialmente el riesgo de adicción.

Las Sociedades de Anestesiología a nivel mundial vienen desde hace años trabajando en el riesgo laboral que significa para los trabajadores de la salud y especialmente para los anestesiólogos el bajo control sobre este fármaco. La Confederación Latinoamericana de Sociedades de Anestesiología (Clasa) ha declarado que en los últimos 5 años en América Latina ha habido alrededor de 50 médicos anestesiólogos fallecidos por sobredosis de fentanilo. En algunos países, desde hace más de 20 años se viene trabajando en casos de adicción a este fármaco por parte de médicos anestesiólogos, sobre la consideración de que esta es una enfermedad laboral ya que es de fácil obtención y manipulación.

Por todo lo anterior, la “crisis del fentanilo” en Estados Unidos resulta altamente sospechosa. La doctora Carla Pellegrín, especialista en terapia del dolor consultada para este informe, opinó que resultaba muy extraño que, conociendo todo lo anterior, existieran protocolos para el manejo del dolor en los Servicios de Urgencia y en las Unidades de Ambulancias en Estados Unidos en los que se utiliza abiertamente este fármaco. La especialista chilena agrega que es muy rara —por decir lo menos— la forma en que se ha inducido su uso. De hecho, en las formaciones de especialistas en distintos centros de América Latina se siguen protocolos estadounidenses en los que este fármaco es considerado el “Gold Standard” (técnica diagnóstica que define la presencia de la condición con la máxima certeza conocida) para manejo del dolor en las urgencias.

Hoy, el fentanilo se ha convertido en la droga más común en las muertes por sobredosis en Estados Unidos. Hace unos años, una situación similar, la crisis de la oxicodona, otro opiáceo altamente adictivo, quedó en evidencia al descubrirse que el laboratorio farmacéutico que lo producía había falseado la autorización de la Administración de Drogas y Alimentos de Estados Unidos (FDA), por lo que actualmente se encuentra inmerso en un juicio de grandes proporciones.

La producción clandestina de fentanilo es fácil y barata, lo que ha potenciado aún más su consumo. En el año 2022, en Estados Unidos, de las 115.000 muertes producidas por sobredosis, 73.838 (alrededor de 200 diarios) tuvieron su origen en el consumo de fentanilo. Hay una responsabilidad evidente de quienes prescriben y quienes estimulan el uso de este fármaco sin control. En esa medida, no es de extrañar que esta ola de muertes y adicción en las calles de Estados Unidos haya sido calculada para aumentar las ventas de los laboratorios. Con ello también incrementar la producción y expendio de naloxona, su antídoto.

La adicción a sustancias químicas genera un círculo nefasto en el cual, luego de un tiempo inicial en el que se siente placer, la necesidad de consumo se desarrolla en función de no sentir síntomas desagradables de privación hasta el punto en que ya no se siente placer, solo alivio a los síntomas de privación. Esto genera un aumento del consumo hasta atravesar la línea invisible de sobredosis y muerte. Como se dijo antes, es finalmente una forma encubierta de convertir a la población en seres no pensantes, lo cual hasta podría ser caracterizado como una forma de genocidio.

La utilización por parte del presidente Trump de esta crisis como una justificación para imponer aranceles a los bienes provenientes de México, Canadá y China, transformando esta política en un instrumento de presión hacia esos países, no tiene asidero.

De hecho, las muertes por sobredosis comenzaron a disminuir rápidamente a inicios del año pasado. Según un reporte de las periodistas Deidre McPhillips y Annette Choi para CNN en Español, durante la administración Biden “… el Departamento de Salud y Servicios Humanos de Estados Unidos lanzó una estrategia nacional coordinada para prevenir las sobredosis. Estos esfuerzos se han centrado en la reducción de daños —como el uso de tiras reactivas para detectar fentanilo, medicamentos para revertir sobredosis y sitios de consumo supervisado—, así como en la prevención, el tratamiento y la recuperación de trastornos por uso de sustancias”. Consultada al respecto, la doctora Sarah Wakeman, directora médica sénior para Trastornos por Uso de Sustancias en Mass General Brigham, opinó que: “Finalmente, tratar esto como una condición de salud pública, después de tantos años de esfuerzo y atención, puede estar empezando a dar frutos”.

No se entiende entonces que si la aplicación de políticas de salud pública como parte de acciones para enfrentar la demanda comience a dar buenos resultados, ahora se utilice el hecho para generar una “guerra de aranceles” que persigue objetivos políticos. En este caso, no queda más que constatar que los millones de consumidores jóvenes en Estados Unidos no son más que conejillos de indias para que la actual administración intente “hacer grande a Estados Unidos de nuevo”.

La decisión sobre el incremento de aranceles motivada en el comercio de fentanilo por parte de Estados Unidos fue respondida de inmediato por la embajada de China en México, que calificó la medida como “arbitraria” y advirtió que estas sanciones deteriorarían la cooperación entre ambos países. Por su parte, la presidenta Claudia Sheinbaum, en una conversación telefónica con su homólogo estadounidense, le dijo: “No es con aranceles como se resolverá este problema, que es de consumo y salud pública en su país”.

En un reporte de la periodista Ilaria Landini para el periódico La Nación, de Buenos Aires, se señala que “la crisis del fentanilo se infiltró en las entrañas de Estados Unidos: en las bases de la industria farmacéutica, en los laboratorios clandestinos y en las dinámicas de consumo de millones de personas”.

Consultada por Landini, Guadalupe Correa-Cabrera, profesora de Política y Gobierno en la Universidad de George Mason, opina que las medidas tomadas podrían generar el efecto contrario: “Si se encarecen los precursores y las drogas importadas, los laboratorios norteamericanos podrían comenzar a producir fentanilo internamente para suplir la demanda”, lo cual, “lejos de resolver el problema, solo lo trasladaría al interior del país”.

Esta posibilidad es rechazada por la DEA. Su funcionamiento y sustento existencial parte de la noción de que el problema está fuera de Estados Unidos, no en su interior, y que el origen de la crisis surge de la creciente oferta, no de la creciente demanda. En tanto la DEA y las diferentes administraciones estadounidenses sean parte del problema, no de la solución, el mismo no tiene salida a la vista. Los jóvenes estadounidenses seguirán siendo sacrificados porque para la administración es mejor que mueran ellos antes que muera el sistema que engendra el problema. Al contrario, no trabajan para proporcionar salud a los jóvenes, sino para dar oxígeno al sistema y así darle continuidad a los beneficios de ese 1% que controla y domina la sociedad.

 

Sergio Rodríguez Gelfenstein

sergioro07.blogspot.com

 

 


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