Letra veguera | La memoria y los rostros imaginarios
10/12/2025.-
I
Ambos deambularon por las periferias de un universo oscuro y fantástico, y vieron gente (así la llamaban antes) y también pasearon por las veredas de esa "diáfana" modalidad que adquieren las ciudades de mostrarse como las retratan las más antiguas de las memorias universales, esas que, según dicen ahora, tenían los genios más antiguos antes de pisar tierra.
Esas "ciudades" eran tal vez espacios que iban de un lado a otro, portátiles, movedizas y cambiando de dueños y esclavos: mostrando enigmas que nadie alcanzaba a comprender sino a través de la aparición del arte intuitivo y el advenimiento del conocimiento, buscando sitio en el naciente paraíso (así llamaban a esas "utilerías humanas" antes).
II
Un hombre ebrio deambula al amanecer y sus ojos creen ver estrellas refugiadas en nubes (así las llamaban) con formas de monstruos imaginarios que gravitaban en manadas por el espacio sideral (así lo llaman todavía), y no hay ni asombro, ni palpitación, ni palabras posibles que cimbren al hombre-mujer, pero un pedazo de algo terroso le comienza a brotar en el cerebro (así lo llaman) y sale un gruñido animal desde el escondite de sus entrañas: es una señal de inquietud, lo presiente. Es un movimiento leve, pero "obligante", que no está en el decálogo de los Diez Mandamientos que imaginó Saramago: el más aburrido de los ortodoxos del Creador de esta fiesta grotesca.
III
Cabe suponer que, si no es "obligante", ese hombre-mujer que, sin son, pero con ton, va adquiriendo forma alucinante, seguirá libre, andará descalzo o descalza y no tendrá conciencia (así la llaman) de que lo que sus pies bordean es el mar o el cielo (así los llaman), que son igual de azules.
IV
A lo lejos, el mar trae una melodía de lo que épocas más tarde llamaron aves, pájaros, ovnis.
El hombre espabila y un estremecimiento lo despierta de esa mudez de estatua con la que nació.
Observó hacia el infinito (así lo siguen llamando) y vio la grieta que dejaba al descubierto el infinito, con sus brechas: la del bien y la del mal. Se trataba de una batalla, pero él lo ignoraba.
Huyó, entre despavorido y con un gozo inexplicablemente incorporado al cuerpo.
En el camino se le adhirió un silabario, un alfabeto.
En un cruce de caminos, Julio Ramón Ribeyro y Ernesto Sábato se miraron primero a los ojos; luego, se encontraron a la orilla del abismo de la escritura y se dedicaron hasta la muerte a narrar ese duelo que no termina nunca.
Julio Ramón Ribeyro y Ernesto Sábato, desde esos territorios, se cruzan para conmovernos desde la sensibilidad en nuevas rutas para acercarse o alejarse de la ambigüedad de las palabras.
Federico Ruiz Tirado

