Micromentarios | Testimonio de discriminación II

09/12/2025.- Con esta nota sigo la serie de artículos que inicié la semana pasada sobre las discriminaciones que he sufrido en mi vida. La hago para demostrar la mentira de una afirmación que he oído y leído en varias ocasiones.

Según tal falacia, antes del primer período de gobierno de Hugo Chávez (1999–2001), jamás hubo discriminación en Venezuela. En la primera de mis notas señalé las quince manifestaciones discriminatorias que he padecido y hablé de dos de ellas.

Desde niño he sufrido de miopía y astigmatismo. Ello llevó a que, desde los siete años —cuando pudieron comprarme mi primer par de anteojos—, usara lentes.

A partir de ahí recibí burlas y apodos como cuatro ojos y cuatro pepas, además de cegatón y Míster Magoo —este último, un personaje de historietas televisivas—, más agresiones que consistían en quitarme los lentes y amenazar con romperlos si no hacía lo que pretendían obligarme.

Me los quebraron tres veces

Esta y todas las acciones de acoso escolar son, en gran parte, formas de discriminación, aunque hay quienes las consideran travesuras infantiles o juveniles. Siempre se hacen contra quienes son pobres, lucen indefensos o tienen algún problema físico. Hoy hablaré de cuatro más.

Muchas veces fui víctima de chanzas y vejaciones porque mi familia y, por ende, yo, éramos pobres. No lo éramos de solemnidad, aunque en mi casa muchas veces mi madre y mi abuela se acostaron sin cenar para darme a mí de comer.

Vivíamos alquilados y los dineros que ambas ganaban trabajando bastantes horas al día apenas cubrían las necesidades diarias.

En vista de ello, a los nueve años comencé a hacer mandados a 21 señoras vecinas, amigas de mi madre —solteronas, viudas, divorciadas y madres cuyos hijos las habían dejado solas—, y con ello colaboré con la economía familiar.

Llegué a ganar en propinas poco más del doble del sueldo mínimo de la época, entre 1964 y 1967. Esto también generó burlas, pues, a la vista de mis compañeros —incluso los más pobres que yo—, me veía obligado a trabajar.

Cuando ingresé al liceo, practiqué béisbol y atletismo, y eso me hizo popular entre las chicas. Como me la pasaba con un grupo de estas, compañeros envidiosos corrieron la voz de que yo era homosexual.

Un día me emboscaron varios de ellos y, tras llamarme marico, me recriminaron que siempre andaba con las muchachas.

Cuando pararon los golpes, les dije con toda la rabia del mundo:

—Me la paso con ellas, pero los verdaderos maricos son ustedes, que se la pasan con puros hombres.

Por supuesto, me llovieron más golpes y patadas, pero a algunos los movió lo que dije, ya que se abstuvieron de participar en la nueva paliza.

Tan pronto empezaron a darme alimentos sólidos, me negué a ingerir cualquier tipo de carne, fuera esta roja, blanca o azul.

Desde entonces, a lo largo de siete décadas, he sido vegetariano. Esto también llevó a que se me discriminara por no participar en las comilonas de mis compañeros de estudios, tanto en primaria como en secundaria y la universidad.

Al no consumir carnes rojas ni jamones ni nada que proviniera de animales —excepto leche y miel—, fui execrado y dejado de lado a la hora de fiestas y todo tipo de celebraciones.

Si lo que describo no debe considerarse discriminación, no sé qué puede serlo.

Armando José Sequera 

 

 

 


Noticias Relacionadas