Un mundo accesible | Médico y paciente: ¿rareza o humanidad?

07/12/2025.- Empecé mis estudios de Medicina a los 16 años de edad. Un rasgo que podía mantener oculto entre mis compañeros de estudio, pues en lugar de preguntar mi edad, la mayoría se limitaba a asumir que lo más natural era que me encontrase dentro del promedio… Nada más alejado de otra realidad que prontamente tocaría mis puertas.

Aún era una jovencita menor de edad cuando un grupo de expertos me diagnosticaron una enfermedad de carácter genético y degenerativo… Mi respuesta inmediata fue contratacar a toda costa; estaba dispuesta a realizar cualquier tratamiento sin importar las dificultades que ello implicase. No obstante, bastó preguntar qué proseguía para que todas mis esperanzas, por un momento, me abandonasen. Fue entonces cuando aprendí que el presente requiere de una gran resiliencia y decidí adoptar una postura estoica, pese a ser una persona adepta al mundo de la ciencia.

Dicho diagnóstico trajo consigo un sinfín de calamidades; sin embargo, en lugar de cultivar la autocompasión o la indulgencia, opté por ver a la verdad de frente, sin ningún sentimiento de culpa o vergüenza. Prefería morir ante el frío de la intemperie antes que perderme en cualquier camino luminiscente y cálido, que me ofreciera un falso ajuste de cuentas con la realidad.

Aprendí con celeridad que la verdadera valentía residía en la sinceridad; más allá de lo que pudiese o no comunicar a otros, era algo que no debía preocuparme si priorizaba, ante todo, lo que me comunicaba a mí misma. En cierto punto, pude percibir que las palabras que me decía, sin atavíos ni falsos consuelos, superaban en buena medida las palabras que alguna vez consideré hirientes. No me tomó mucho tiempo comprender que, al ser brutalmente honesta, me estaba despojando de máscaras o armaduras. Aquel panorama vertiginoso que alguna vez me aterró había despertado una variante intelectual importante: mi curiosidad.

Ciertamente, me tomó por sorpresa que, sin importar el prestigio del ilustre especialista con el que acudiera, no había nada que me dijeran sobre la distrofia muscular que yo no conociera. Mi duelo estaba lejos de terminar, mis preocupaciones no mermaron, pero comprendí que, incluso, ante una amenaza semejante, mi ardua investigación no era un signo de debilidad, sino de aceptación. Hoy, considero que una vez que asimilas el impredecible devenir de la vida, es posible experimentar una clase de libertad de la que había sido privada: el control de mis expectativas y la enardecida actitud con la cual intentaba ponerme a prueba, desafiando cada palabra mencionada o escrita. Si bien mi caso se vincula a una abrumadora estadística de uno en un millón, jamás acepté que me tratasen como un número más.

Unas cuantas lecciones que tengo a bien repetirme a mi misma cada vez que porto una bata blanca emergieron con fiereza y decisión en medio del caos: no hay excusas para dar por terminada la vida de alguien, ningún científico es capaz de determinar con exactitud si la muerte tocará a nuestra puerta en una hora, en una semana, o en un año, sin importar cuánto respete la exactitud con la cual la ciencia puede llevar a un hombre hasta la luna, la vida y la muerte representan una disputa insondable, en especial para aquellos que recibimos un diagnóstico junto a un estigma… las mal llamadas “enfermedades raras” son en realidad enfermedades huérfanas, cuya investigación no suele priorizarse en las áreas de estudio o de investigación, lo que nos lleva a sentir una gran impotencia y un aislacionismo que no es fácil evadir: ¿Tener una enfermedad poco común excusa el ser tratado con negligencia? Si las estadísticas no están a mi favor, ¿mi vida tiene menos valor? ¿Es este un motivo suficiente para que nadie se interese en las comunidades pequeñas? ¿Es acaso permisible que una enfermedad de carácter mortal deje de recibir su respectivo llamado de atención? Mi respuesta ante tales preguntas fue, es y seguirá siendo un rotundo ¡no!

Al estudiar Medicina, considero que está implícito que debemos dar lo mejor de nosotros para salvar o mejorar la vida de cualquier ser humano, sin excepción. La estadística es una herramienta de estudio útil que nos permite anticipar los fenómenos más recurrentes; bajo ninguna circunstancia ha de utilizarse para excluir a ese uno en un millón que quizás acuda a nosotros, buscando las respuestas que, probablemente, jamás haya obtenido a lo largo de su vida.

Estudiar Medicina y padecer una amenaza semejante no son situaciones mutuamente excluyentes, no me relevan de mis responsabilidades ni me hacen ver distinta a mis otros colegas. Una bata blanca no es una vacuna para salvaguardar nuestro bienestar. En lo que a mí concierne, debería ser un signo que se asocie con empatía, sensibilidad, madurez, altruismo y humanidad… Y ninguna de mis declaraciones anteriores representa una limitante para la investigación y las especialidades vinculadas con dicha demanda intelectual. A quien juzgue mi camino, le presto mi bata y mis zapatos. La primera carga con unos cuantos prejuicios invisibles a simple vista; en los segundos, es donde reside el verdadero desafío.

La Medicina es una ciencia sustentada por la humanidad, y nunca me sentí más humana que en el momento presente, pues mi camino me ha enseñado que el sufrimiento requiere atención, sin importar quién nos consulte, cómo se exprese o de dónde provenga. La vulnerabilidad no ha de interpretarse como un signo ajeno a la profesión médica; después de todo, habita en cada uno de nosotros sin importar cómo se manifieste.

Angélica Esther Ramírez Gómez

 

 


Noticias Relacionadas