Letra fría | La calle 79 número 9-57 

28/11/2025.- De la infancia me llegan ráfagas. Vivía en la casa de mi abuela, Remigia Mujica, de la calle 79 número 9-57 y estudiaba en el Colegio Nuestra Señora de Chiquinquirá, conocido popularmente como "Colegio de los Hermanos Maristas"; quedaba tan cerca que escuchaba las tres sirenas de entrada. Recuerdo los "cinco minutos más" que me daba mi madre, Ana Lucía; me iba al baño y seguía dormitando hasta que sonaba la primera sirena de entrada y me bañaba rapidito para irme caminando y llegar en minutos. Cuando no, entraba por la puerta principal de la avenida Santa Rita; casi siempre entraba por la puerta trasera que me abrían el Mocho y el Mudo, que eran el dueño y el ayudante de la cantina del colegio. Había una señora llamada Pancha Vera, vecina del colegio, pero no recuerdo bien si solo era vecina o tenía que ver con las actividades de apoyo de los Hermanos Maristas; lo que sí recuerdo es que lavandera no era, porque quien lavaba sotanas y la ropa de cama era la mamá de Douglas Criollo, nuestro compañero de tercer grado, que era becario en el colegio.

El recreo era larguísimo, tanto que daba tiempo de jugar a los vaqueros, corriendo en el inmenso campo de fútbol; allí ocurrieron las rutinas propias de la infancia de los alumnos. De los recuerdos imborrables, hay una foto en la revista del colegio Ensayos, cuyo fotógrafo era el hermano Apraiz. Creo que era mi primer día en el colegio, porque todavía no usaba el uniforme de pantalón de caqui y camisa celeste. Lo curioso de la foto era que, sentado en una de las escaleras de tres peldaños, había puesto mi pañuelo blanco para no ensuciarme la ropa; a mi madre le encantó siempre esa foto. La revista Ensayos llevaba la vida escolar e incluía las fotos de cada curso y, al lado, las fotos de quienes ganábamos medallas de mérito escolar, conducta, religión, asistencia, y no recuerdo si alguna otra porque eran 5.

La casa de mi abuela tenía una inmensa mata de tamarindo en el patio trasero, y era un gran pasillo con cuartos al lado derecho y afuera en la entrada, lo que llamaban el porche, que era donde me sentaba en las tardes a ver pasar a María Moñitos, como llamaba a la muchachita que me gustaba. Otra imagen inolvidable era la máquina de coser Singer de la abuela Remigia; el sonido de sus pedales es inolvidable. Y de las comidas ni hablar, todo lo que hacía en esa cocina era increíblemente sabroso. Desde las sopas, ‘los salados’, que era como se le decía al plato principal, y luego los postres, que también eran deliciosos. La vida transcurría cazando mariposas amarillas que llamábamos mameyes, y atraíamos con unos rectángulos de periódicos doblados que agitábamos con la mano derecha. Nada ecológica esa actividad, pero eran vainas de muchacho, y todavía no tenía mi hipódromo de metras, que se llevó buena parte de mi infancia, pero ya eso fue en la casa cerca de la plaza de la Reina Guillermina, donde nos mudamos ya de la casa de la abuela. El cuento es que la entrada de la casa era un pasillo elevado unos centímetros del jardín, y tenía la inclinación perfecta para que corrieran mis metras equinas, y hasta llevaba mis estadísticas.

Del Maristas, hubo un episodio que me pareció revelador. Por los días del segundo domingo de mayo del año lectivo 60-61, calculo yo, el hermano Senén nos encargó una composición por el Día de la Madre; yo escribí mi vaina y, para mi sorpresa, el cura me preguntó "¿De quién me había copiado?". Creo que esa fue mi primera señal de tener algo especial con la escritura, que hasta el sol de hoy me mantiene vivo y entretenido. Otro suceso inolvidable tuvo que ver con una costumbre de mi madre. Los sábados me llevaba a la juguetería Rogers Toys Shop, y me regalaba un carrito de hierro, que era como una moda entonces. Ya llevaba mi colección bastante aceptable, pero un sábado histórico para mi vida, ya tenía mi carrito del día, pero luego vi un jeep verde que me flechó, aproveché un descuido y me lo metí en un bolsillo y nos fuimos. Al llegar a casa, creí que me la estaba comiendo y le conté alegre que me había robado el ‘jipecito’, y muy pronto me bajó la alegría, porque Ana Lucía me montó en el carro, un Taunus de la época, me llevó a pedirle disculpas a la señora Rogers y a devolver lo robado. Años más tarde en Houston, en casa de Tinta, amiga de mi hija Ligeia, conocí a la hija de la señora Rogers, y le conté la historia.

Pero el cuento gracioso fue el día que mi madre jodiendo, me dice: “Humberto, ¿tú te has dado cuenta de que tú eres el único chavista que no tiene camioneta”? ¡Por culpa tuya, ‘mardita’! ¿Por culpa mía? A otro perro con ese hueso...

¿Ah, es que no te acordáis del carrito aquel que me obligaste devolver a la señora Rogers, a mis 7 años? Jajaja.

Humberto Márquez 


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