Micromentarios | El teléfono como incomodidad
25/11/2025.- Soy torpe. Tanto como un albatros intentando alzar el vuelo.
Por mi torpeza, las personas allegadas a mí se apartan de mi trayectoria cuando porto algún objeto de vidrio o cristal. Saben que, invariablemente, este se me caerá y, lo más seguro, lo hará sobre quien se encuentre en mi camino.
Por supuesto, si el envase contiene una bebida caliente —café, té, chocolate o alguna infusión herbaria—, las probabilidades de que el líquido caiga sobre el cuerpo de quien se atraviese aumentan.
Esta es la razón por la que, cuando tenemos invitadas o invitados en casa, mi esposa no me permite ayudarla en el traslado de los elementos de la merienda o la comida alrededor de los cuales gira la reunión.
Supongo que tal atracción magnética debe considerarse un síndrome, en una ciencia tan seria como la Psicología. Dicha atracción es, para mí, similar a la de un agujero negro espacial cuya gravedad hace que, quiera o no, me precipite sobre él. O ella, porque también debe haber agujeros negros femeninos.
Esta torpeza me ha acompañado en todos los momentos y períodos de mi existencia. No se limita al cristal o al vidrio. Lo padezco de maneras muy diferentes y jamás he podido escapar a ella.
Si viajo, descubro con horror que he dejado los boletos de vuelo en casa y, si salgo al exterior, se me queda el pasaporte. Si voy en automóvil, como no sé distinguir entre un Volkswagen escarabajo y un tanque de guerra, seguro tomo un vehículo distinto al que tengo destinado. ¡Cuántas veces salí de la terminal de pasajeros para Cumaná o Maturín y terminé en Valle de la Pascua o La Puerta, estado Trujillo!
Fuera de estos pequeños inconvenientes que obligan a mi esposa y a mi ángel de la guarda —y antes a mi madre y a mi abuela— a trabajar horas extras sin remuneración adicional, hay otras torpezas que me abruman a diario y que no del todo se deben a mi inclinación patosa.
Las genera el teléfono. Ahora me ocurre con el móvil celular, pero a lo largo de mi vida fui víctima de este medio de comunicación interpersonal cuando era fijo y semejaba un sarcófago en miniatura donde reside para siempre una mosca.
El teléfono no sonaba en todo el día, ni siquiera cuando esperaba una llamada de trabajo o sentimental. Obviamente, cuando ansiaba un pago y la notificación de que el mismo estaba disponible, jamás repicaba. Pero bastaba que fuera al baño o a la panadería frente a casa para que en ese mínimo lapso no solo resonara una vez, sino diez, doce y hasta salvajes treinta veces.
En la actualidad, con el móvil ocurre lo mismo cuando lo dejo con su cargador. Mientras lo tengo a mi lado, no llegan llamadas ni mensajes. Tan pronto lo coloco entre ocho y doce metros de donde me encuentro, en el tomacorriente que esté disponible, comienzan a llegar mensajes, a entrar llamadas e incluso a sonar alarmas que no he programado.
Debido a esto, al hablar del teléfono móvil le confiero el adjetivo incómodo, sin contar lo complejo que resulta portarlo en los bolsillos de los pantalones, pues por el peso estos tienden a bajarse e incluso caerse.
Aquí estoy, por cierto, escribiendo esta nota y escuchando cómo, a doce metros, el aparatito no deja de sonar para avisarme el arribo de mensajes. Sé que en cualquier momento me levantaré, revisaré los textos llegados y regresaré a mi trabajo. También sé que, al sentarme y concentrarme en la escritura, el enemistoso amigo recibirá una llamada que, al atenderla, seguramente provendrá de un número equivocado.
Armando José Sequera

