Letra fría | La historia de la familia
21/11/2025.- Voy a rebobinar un poco. Maracaibo es el puerto más escondido del Caribe. Allí nací el 22 de mayo de 1953 a las 3 de la mañana en la clínica Amado, en la misma clínica que murió papá en mis brazos. Su padre, mi abuelo Vicente Alfredo Márquez Hernández, fue ganadero, un gocho de Bailadores que hizo fortuna en el Zulia al lado de mi abuela Alcira García. No estaba seguro si su segundo apellido era Urdaneta —aunque tío Juancho me lo reconfirmó antes de su reciente partida—, porque, según tía Eduvina, somos descendientes del prócer zuliano. Muy joven fue a estudiar en Bogotá, enviado por mi abuelo; allá se graduó de teniente de la policía colombiana, pero la vaina duró poco. En una recepción de palacio, un diplomático borracho se sobrepasó con la carajita que andaba y sacó su sable y lo llevó a planazos hasta una patrulla, y lo metió preso pasándose por el forro la inmunidad diplomática, y, por supuesto, que allá rodó. En este momento se me hace más fácil entender por qué estudié en el Liceo Militar Jáuregui de La Grita y en la Universidad Javeriana de Bogotá. Pero, como en las buenas películas, vamos dejando datos que abordaremos más adelante, jajaja.
De regreso a Maracaibo, debió dedicarse con mi tío Humberto a las haciendas de mi abuelo, Los Manantiales, Caño Colorado y Caño'e Pescao en la Sierra Azul, cerca del río Palmar. No sé si por esos tiempos mi abuelo le cedió o vendió un inmenso tolete de sus tierras y se hizo con la hacienda Bogotá, que recuerdo de toda la vida, pero me llegan ráfagas de que, como emprendedor que siempre fue, tuvo también en Cañada Honda de Maracaibo una alfarería en sociedad con el doctor Gilberto Belloso, un fanático de la aviación que murió precisamente estrellado en su avioneta, y que muchos años después su hijo fue mi gran amigo de colegios, pero esas historias vendrán más adelante también.
También recuerdo que tuvo una molienda en el pueblo de La Concepción que regentaba mi tío Ñaño, Ermelando Márquez, marido de María y padre de la prima Nieves. Era como una fábrica de alimento para las vacas, toros y cochinos, hasta para las gallinas, pues, y ahí me vuelve a caer la locha que, por esas casualidades o causalidades de la vida, yo fui asesor de Afaca (Asociación Venezolana de Fabricantes de Alimentos Concentrados para Animales) y hacedor de su revista con una amiga periodista, María José Valenciano.
Bueno, querido diario, acuérdate de que te dije que íbamos a ir y venir como en los buenos tiempos del cine; tengo recuerdos inolvidables de la otra hacienda de mi abuelo que quedaba cerca de La Concepción. Se llamaba Truquiflor y ya volveremos con mi querido Efraín, que terminó siendo presidente de los ganaderos del Laberinto (Ugalab), y luego otra asociación en Boscán (Ugadeb). Truquiflor era una hacienda hermosa con un jagüey inmenso, donde se bañaba el ganado y bebía agua, por supuesto. Daría lo que fuera por volver a ese espacio de mi infancia y ojalá que existiera el tío Julio Márquez, su capataz, que era un hijo de mi abuelo con una guajira, y cómplice de todas mis travesuras en esa hacienda. Coño, diario querido, me estoy poniendo sentimental, pero nada como volver a sentir esas reminiscencias de la niñez que se te aparecen ahí como si fuera ahorita. Cursilerías aparte, ya es hora de que vayamos entrando en materia.
Mi madre, Ana Lucía, fue el personaje más importante de mi vida; todavía anida en mi corazón y todos los días está presente en mi angelito malo y mi angelito bueno como surcos certeros de mi proceder. Ana Lucía nació en Maracaibo el 6 de julio de 1927, pero no sé por qué siempre hubo una vinculación con Falcón. Ella muy joven trabajó en la Shell de secretaria y, de hecho, allá tenemos muchos parientes; su mamá fue Remigia Mujica y su padre Esteban, quien murió asesinado en un muelle de Puerto Cumarebo, o como que ahora me llega una ráfaga de que era oriundo de allí, pero murió fue en Sinamaica porque, al parecer, era contrabandista, y su muerte no fue por negocios; según me contaba mamá, el crimen lo cometió un marido celoso. Lo que sí recuerdo clarito es que su abuela, mi bisa Amelia Rufina Yamarte de Mujica, era muy jodida y hasta pretenciosa. Aunque ahora que recuerdo, la historia fue de la abuela de Amelia; en cualquier caso, una de nuestras antepasadas. Ana Lucía echaba el cuento de que en un baile en Paraguaná, un negro la sacó a bailar, y ella lo rechazó, pero el negro insistió y bailó 4 veces con él, y las 4 veces se cambió de vestido; algo tuvo que tener el negro, porque de ahí nos venía el colorcito, decía en medio de su risa fresca. Ahora entiendo por qué mis dientes delanteros están un poco separados, jajaja.
A mi bisabuela Amelia, según historia de mi primo hermano Gilberto —ese día me enteré de nuestra cercana filiación—, le decían Melafina, era ciega y fumaba con la “candela pa' dentro”; eso me lo refrescó porque así la recordaba hasta su muerte en 1969. Fecha inolvidable porque ese día me sentía muy triste y me retiré a mi cuarto a llorar solo, y se me metió en la cama una prima bella con quien me di, o ella me dio, porque, fuera de joda, yo era un carajito inocente, mis primeros besos en la boca, que hasta entonces no sabía que esos besos eran intercambios de las lenguas.
Humberto Márquez
