Aquí les cuento | Ignacio Bautista Rodríguez Salmerón (3)
14/11/2025.- Nunca he vivido alejado del mar.
Sabrás que la única vez que me sentí con miedo, realmente, de dejar todo esto, fue cuando cumplí los dieciocho años.
En los años sesenta, nadie se escapaba de la recluta. Casi todos los muchachos de esta península y del golfo eran pescadores. Andábamos en nuestras faenas, sin mayores afanes que vivir y pescar para comer y darles de comer a los otros que viven en tierra firme. Estaban también aquellos que, habiendo sido pescadores toda la vida, habían dejado el oficio porque se hacían viejos, igualito que los botes después que cumplen sus años de vida útil. Aun así, a todos estos caseríos de pescadores llegaba la visita de algún comisario que les echaba el ojo a los muchachos, como quien engorda un cochino. Decía: "¡Este está bueno!".
Lo único que aseguraba el escape de la recluta era el matrimonio. Por eso, tan pronto cumplí los dieciocho, yo ya había aprendido a navegar en los ojos color de mar de Rosa. Sí, esa misma doña que ves viejecita y dobladita como yo, pero que era en sus tiempos juveniles la más hermosa de las muchachas que pisaran estos limpios arenales que besan las olas del golfo.
¡No te creas! Aquí estoy sentado en este tempiche, desde donde veo a mis hijos, a mis nietos y hasta mis bisnietos, que han nacido a la sombra de estos árboles, que sembramos tan pronto empezamos a fundar en esta ensenada y que son la sombra agradable que nos abriga de la pepa de sol que hace aquí en la península.
Todos esos muchachos que ves en la faena son mis hijos. Ellos han aprendido de mí lo que yo aprendí con mis padres. Aprendí a bregar desde el cordel hasta los grandes trenes con que hoy pescamos las sardinas.
Han sido muchos los años que he vivido en estas playas.
A mí me gusta conversar. Siempre llega gente como tú, que se interesa en saber lo que hacemos, cómo vivimos y hasta qué pensamos.
Por ahí vienen los evangélicos y nos hablan de Cristo, del amor al prójimo, de vivir en armonía con los demás. Yo me pregunto: si eso era lo que predicaba Cristo, ¿también yo soy un cristo?, ja, ja, ja, porque, hasta donde me conozco, no he hecho más que ayudar a los demás, amar a los prójimos y a la única prójima que me regaló la vida: doña Rosa, esa mujer que te acaba de traer ese pocillo con jugo de jobito, que es lo más sabroso que la vida nos puede brindar en estas costas.
Rosa nació un año antes que yo. Cuando hablé con sus padres, ellos estuvieron de acuerdo con que el catirito se casara con su hija, pero, fíjate, lo mismo me ocurrió a mí cuando llegaron a la casa los pretendientes de mis hijas. Ellas todas son unas buenas muchachas y yo siempre les dije que si ellas gustaban de alguno de los hombres de estos lugares, que no se preocuparan, que yo nunca me iba a oponer, siempre y cuando no fueran enemigos del trabajo. Y ellas también.
Conociendo la vida que hemos llevado, y sabiendo cómo hemos bregado nosotros para mantenernos en estas playas, recogiendo lo que la mar nos ofrece, siempre eligieron a los buenos muchachos que nos dieron, a Rosa y a mí, todo este cardumen de nietos que ves en esta enramada, montados en los botes y jugando en la playa.
Recuerdo que cuando fuimos a la prefectura de Manicuare a casarnos, el prefecto, que era primo mío, me dijo: "Tú te casas con esa muchacha porque quieres, porque ella es un año mayor que tú". Tenía razón el comisario en la mitad de lo que me dijo. Era cierto: Rosa era un año mayor que yo. Ella tenía diecinueve años y yo, dieciocho. Yo quería casarme con Rosa, y no era por huirle a la recluta, sino por el interés de tener una familia como la que me ha dado... y, aquí entre nos, nunca tuve que voltear para ningún lado en busca de otros brazos que los de mi Rosa del mar... ¡Mira el fruto de mi trabajo! ¡Toda esta familia! Aquí están mis hijos al frente del trabajo.
Recuerdo que empecé muy temprano a trabajar y hoy, a mis ochenta y largos años, me mantengo activo, al menos con el aliento, para que mis hijos no pierdan el rumbo y sigan luchando.
Te puedo decir que de esta casa sale la comida de miles de familias en Venezuela, y quién sabe si más allá. Llevamos más de medio siglo pescando con interés.
Mira, no me lo estás preguntando, pero mi primer bote, que lo compré en el año 1984, cuando apenas tenía 24 años, ahí está todavía, bajo la enramada, donde están los otros. Ahí, un joven carpintero está haciéndole unos remiendos para mantenerlo vivo. No te imaginas la cantidad de pescado que ha entrado a ese bote en estos años. Saca la cuenta —Ignacio levanta los ojos al cielo, en aquella calurosa tarde peninsular, y exclama—: cuarenta y un años tiene el Olmo acompañándome. Lo están reparando a ver si logramos durar, aunque sea, medio siglo más.
Ignacio recoge las piernas, las entra al tempiche y deja que la azul mirada se llene del crepúsculo que atardece por los lados de Punta Arenas. Avanza hacia la tierra firme, donde solo ha transitado de visita.
Aquiles Silva

