Letra fría | Fray Vampiro y la teología de la liberación
14/11/2025.- El otro cura que, aún no lo era, fue Fray Vampiro, que había decidido ser cura al terminar el bachillerato. Estudiamos juntos en el colegio Gonzaga de Maracaibo y nuestros padres eran muy amigos; de hecho, Alex Salom era ahijado de papá. Con los años nos volvimos a encontrar; a mí me habían botado del colegio Los Maristas junto a Junior Palmer y Gilberto Belloso. En realidad, fue que nos negaron la inscripción por mala conducta, a pesar de estar los tres en el cuadro de honor; vale decir que siempre estuvimos entre los primeros 5 en mejores notas, pero, según los curas, éramos terribles. Total, que los 3, por decisión de nuestros padres, fuimos inscritos para el cuarto año en el Gonzaga. Encontrarnos allí fue una felicidad, pero también lo fue encontrarme con mi amigo de la infancia, Alex Salom, a quien ya le llamaban El Vampiro, por sus colmillos prominentes, jajaja… Allí nos graduamos en 1970. Él se fue al seminario, yo estuve a puntico, pero cuando le dije al padre Franco que yo no me iba para esa vaina sin saber lo que era tirar, aunque fuera una vez, creo que perdí el cupo. Yo me fui a Bogotá y luego a la UCV, y nos perdimos el rastro.
No recuerdo cómo nos reencontramos; sí sé que tuve noticias de que estuvo en la guerra de Nicaragua, o sea, era un cura ñángara, de los nuestros, pero más allá de la afinidad ideológica, creo que somos los únicos de nuestra promoción jeje. Siempre ha sido grato mi reencuentro con El Vampiro. Le dio la extremaunción a mi madre, Ana Lucía, que lo quiso como un hijo, y a mí me la ha dado dos veces, en mis gravedades, a las que he sobrevivido. Es decir, que es mi cheque al portador para el cielo. Hace un tiempo me sacó de una depresión sentimental, en la que casi dejo el resto, pero, como gran psicólogo que es, además, me recordó que en mi libro de boleroterapia yo he dicho que de lo único que uno está seguro cuando inicia un amor es de que esa vaina se va a acabar. Luego concluimos que, si el amor es una enfermedad temporal, el despecho es la octavita. Y donde me jodió fue con que el despecho es subjetivo; lo objetivo es lo feliz que fuiste con esa mujer.
El colegio Gonzaga, una maravilla jesuita a la orilla del lago de Maracaibo, estaba ubicado en la avenida El Milagro y edificado sobre palafitos que había construido una empresa petrolera, creo que la Chevron, e imagino que, al irse o mudarse, le donaron, alquilaron o vendieron baratas aquellas bellas instalaciones. En los palafitos funcionaba la primaria y en el edificio central, la secundaria. Había dos más pequeños, donde funcionaban la dirección, oficina administrativa y la capilla en uno, y, al frente, otro donde estaban los laboratorios.
Allí, ya me vislumbraba como poeta, en mis horas libres me iba a la orilla del lago, al final del muellecito de madera, para recibir las lanchas, un espigón, pues, y allí, con las piernas colgando y recibiendo las caricias de las olas, a pensar en lo bonita que era Fanny, una bella muchacha que me encantaba, y a disfrutar de aquel hermosísimo espectáculo lacustre. Nunca le escribí un poema, ni siquiera un mensajito, pero siempre estuve para verla cuando la señora de su transporte la venía a buscar. Con aquella sonrisa me bastaba.
Pero ya habrá tiempo para recordar mi querido colegio Gonzaga, con su padre Franco, nuestro director espiritual; el hermano Iñaki, que se robaba chorizos y panes para matarnos el hambre en las largas tardes, y anualmente sus fiestas de Macalambruno. Pero no todo era el discreto encanto de la pequeña burguesía, al decir de Buñuel, porque resulta que los jesuitas eran izquierdosos, aunque no todos ellos lo eran; que yo recuerde, solo el padre Carmelo Vilda, un cura fascinado por el cine, era el más evidente, pero lo interesante es que eran permisivos con las ideas de izquierda. El director, Sebastián Altuna, no tenía nada que ver, aunque el rector, Ignacio Huarte, sí como que tenía ciertas inclinaciones, pero sin dejar muchas huellas. El cuento es que me vinculé con una especie de célula de exalumnos y varios de último año, que tenían un trabajo político en el barrio Santa Rosa de Agua.
Era un proceso de concientización, siguiendo el método de Paulo Freire, y con filminas y diapositivas se hacían las reuniones con los cuadros del barrio. Algunos vivían allí, y hasta yo pensé en mudarme, hasta que mi sabia madre me dijo: “Está bien, múdate, pero te vas olvidando de los sánguches de jamón y queso que tanto te gustan y de tus idas al cine”. Por supuesto, que yo era el menor de la partida, y entre eso y las letanías del padre Franco, que yo era un bocón y me utilizaban por eso, ellos necesitaban un carajito con ínfulas revolucionarias y yo calzaba perfecto. Nunca supe si eran copeyanos de izquierda o si eran de la izquierda cristiana; eran los tiempos de la teología de la liberación.
Lo cierto es que me fui alejando del grupo y me puse a inventar conciertos de guitarra y canto en las iglesias; creo que era una onda del Poder Joven en Caracas, y recuerdo que el primer concierto fue en la iglesia Las Mercedes, enfrente de la casa de mis primas Antonorsi. Pero antes hubo un episodio en el aeropuerto de Maracaibo, cuando la burguesía local inventó un encuentro de La Chinita con la Virgen de Guadalupe en México, y los panas inventaron atravesarse frente al avión con una pancarta: “No podéis servir a Dios y a las riquezas”, pero nunca supe qué pasó porque mi querida tía Eduvina, que andaba en la comitiva del gobernador, me agarró por una oreja y me sacó del aeropuerto.
Humberto Márquez

