Aquí les cuento | Ignacio Bautista Rodríguez Salmerón

 Un hombre del mar (2)

31/10/2025.- Ya estamos aquí, en El Turrón. Ahí, al lado, está la playita de La Conserva, donde nos conocimos y adonde llegan todos los visitantes extraviados que quieren disfrutar del mar.

De aquí en adelante quedan más lugares, caseríos. Todos pequeños; aldeas de pescadores que han dejado sus cuentos y sus historias por toda esta parte de la península. Porque somos península de Araya y golfo de Cariaco a la vez.

Enseguida de nosotros queda El Ojeo; más adelante, Salazar. Este es un pueblito muy pintoresco de pescadores y gente parrandera, pero toda gente sana, igualito que aquí.

Más adelantico La Angoleta; siguen Laguna Grande, El Cedro, La Ermita y La Galera. De ahí siguen más pueblitos y comunidades de pescadores, hasta llegar a Campoma, Cariaco, que está al final del golfo que lleva su nombre.

Desde aquí, para seguir avanzando hacia El Cedro, que fue el pueblo donde nací, lo mejor es que nos embarquemos en un bote y le demos costeando todos estos cerros rocosos hasta allá.

En esa pequeña comunidad de pescadores vine a este mundo. Hijo de un tacariguero llamado Ignacio Rodríguez; ese era mi papá. Un hombre bregador, de trabajo, quien me enseñó, desde niño, las faenas del mar.

Fíjate que mi papá se hizo hombre trabajando con su padre, que fundó ese caserío llamado Coche.

Antonio María Coronado era un hombre que tenía el control de la pesca en todo ese sector de Tacarigua y Coche. De esos dos lugares venían los hombres a trabajar con el patrono, que resultó ser mi abuelo.

Antonio María engendró treinta y seis hijos, que se sepa; y uno de ellos era mi papá, quien, como todos sus hermanos, llevaba el apellido de la madre.

Eran veinticinco el total de botes que tenía Antonio María. Y toda la gente trabajaba para él, hijos, vecinos, pescadores y todo aquel que pudiera remar, porque en aquellos tiempos no había motores como ahora.

La faena de calar era muy dura. Las redes eran hechas de guaral; no existía el nylon.

Cuando finalizaba la calada, había que extender todo aquel tren de redes, sostenidas por unas estacas de madera levantadas para que la red escurriera toda la humedad bajo el sol.

Mi papá Ignacio se había venido tan pronto se casó con mi madre a la comunidad de El Cedro, lejos de Coche, porque en ese lugar no levantaría cabeza trabajando para Antonio María Coronado, quien explotaba indistintamente a pescadores vecinos y a sus propios hijos.

Fue en eso inteligente mi padre. Puso tierra de por medio y, llegado a esta parte de la península, junto con otros trabajadores independientes, lograron hacer y fundar familias estables.

Justamente, frente a mi lugar queda el pueblo de Marigüitar, en la costa opuesta del golfo.

En esta población quedaba la escuela más cercana. Mis padres me llevaron a estudiar allá, donde cursé hasta el cuarto grado. En esos años se puede decir que solamente iban a la escuela los hijos de los pudientes. Lo que significa que, de su trabajo, mi papá tenía lo suficiente para llevar a su muchacho hasta una escuela.

Aprendí a leer, a escribir y a sacar cuentas. Mira que de mucho me sirvió ese aprendizaje para el resto de mi vida.

Caramba, pero me parece injusto que hasta ahora no haya dicho nada de esa gran mujer que fue mi madre, Rosa Ubalda Salmerón.

Nació en Manicuare. Y ese apellido, que con orgullo llevamos, es el del poeta del Azul, quien era nuestro pariente cercano y de quien seguro tenemos alguna genética que, más temprano que tarde, se manifestará en alguno de los brotes de nuestra descendencia: algún muchacho o muchacha se destapará, en cualquier momento, a escribir tantas cosas hermosas que la vida y el mar inspiran.

El Cedro era una ranchería de pescadores; como ya sabes, las casas eran de bahareque con techo de palmas, a dos aguas. Esas casas no tenían puertas para asegurarnos de ladrones, porque eso no existía en nuestros pueblos de la península y, aunque no lo creas, todavía, después de ochenta años de mi nacimiento, estos pueblos son sanos, muy sanos y respetuosos cada día.

Mi madre, Rosa Ubalda, trajo al mundo una buena producción de alegría. Los primeros tres partos fueron mujeres: Rosa Delia, Isaura y Carmen Teresa. Después apareció este catirote. Claro que mi papá se alegró mucho y continuaron la siembra para buscarme un compañerito para remar los mares de la vida y el trabajo. Nacieron después de mí: Mercedes, Paula y Agripina. Ni un varón más. —¡Carajo! —dijo mi padre. Vamos a parar la máquina porque vamos a sobrepoblar El Cedro y la ranchería cuando estas muchachas empiecen a parir.

Y no creas. De mis hermanas tengo una gran cantidad de sobrinos y sobrinas, desde aquí hasta el mismo Cariaco y regados algunos por otros lugares del país.

Siempre fui tan feliz con el amor que recibía de mis padres, y del fragante nombre de mi madre; por casualidad, conocí a la más hermosa muchacha que haya nacido en este paisaje de mar, tierra, gaviotas, botes y cielo.

Ella nació y se crió en La Ermita, la comunidad de pescadores que queda al lado de El Cedro.

Ella, desde el primer momento, me envolvió en la fina red de su afecto. Ella es Rosa, mi esposa, esa señora que cada momento se acerca al tempiche a traerme de sus manos el más puro de los cariños.

Aquiles Silva

 

 

 

 

 

 


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