Letra fría | Recuerdos del bachillerato, o lo que quedaba de él
31/10/2025.- Una de las premisas que me propuse cuando cumplí 70, hace dos años, fue que debía escribir rapidito esta vaina, antes de que se la lleven los olvidos. Y no va tan mal, aunque, obviamente, a veces se confundan los tiempos. Yo había dicho que luego del Liceo Militar Jáuregui, mi querido padre decidió que me quedaba en la casa familiar, la quinta Sallent, de mi abuelo y mis tías, en la avenida Rafael María Baralt, pero caigo en cuenta de que debieron ser dos o hasta tres períodos diferentes, porque cuando digo que del colegio me iba a una residencia estudiantil frente a la iglesia San José en la avenida 5 de Julio, que conocía muy bien porque yo fui de la Legión de María y del grupo Palestra, y en esa iglesia eran las reuniones, que dirigía el hermano Apraiz, lo que significa que eso ocurría en el colegio de los Hermanos Maristas, estudiando mi tercer año.
Tengo lagunas de donde viví ese año, pero me llegan ráfagas de que vivía con papá en habitaciones que alquilaba él, en quintas residenciales; de manera que la estancia en la casa familiar paterna debió ser breve de cuando llegué del Jáuregui, y lo de ayudar a tía Laura a repartir sus arreglos florales, a cambio de llevarme al colegio en su Mustang del año, y yo me daba esa bomba, ya era estudiando cuarto año en el Gonzaga, fue en una estancia más larga, que duró, por cierto, hasta que no le paré bolas a mi abuelo Alfredo, una noche que me prohibió salir a casa de una muchacha y fue cuando fui a parar al pueblo La Paz, en El Laberinto, donde ocurrió el consabido cuento del club de jóvenes del pueblo, la publicación de El Guardián, un periodiquito que publiqué, denunciando a la petrolera gringa Creole Petroleum Corporation o a lo mejor fue la inglesa Shell. El caso es que, cualquiera haya sido, no indemnizó a un obrero colombiano, que murió en la explosión de una tanquilla de oleoducto, y la familia estaba pasando roncha; eran como 7 niños y niñas, y Julio, de la edad nuestra, 14-15 años, era el mayorcito. Ese cuento debe estar mejor echado por ahí, pero lo básico es que aquel grupo de jóvenes zanahoria fue tildado de célula comunista por la Guardia Nacional y le exigieron a mi padre que me sacara del pueblo o me metían preso.
En la entrevista con Ernesto, en La Iguana, le contaba que lo más subversivo era el epígrafe del periódico, una cita del mexicano Benito Juárez, que no recordamos esa tarde: “El derecho al respeto ajeno es la paz”. Claro, era la década del 60, época de guerrillas, y cualquier grupito de muchachos reuniéndose era considerado un peligro para aquella mal llamada democracia.
El tercer año de bachillerato pasó rapidísimo; no sé si fue por lo largo que me pareció el año interno y con disciplina militar, o que volver a mi colegio de la infancia le daba cierta velocidad al asunto. Me entretenía mucho con Gilberto Belloso, corriendo unos carritos eléctricos en unas pistas grandísimas que había en el Centro Comercial Villa Inés, donde estaba el cine Roxy, cerca del colegio, e iba mucho a leer en la biblioteca de la embajada gringa, que quedaba frente a la iglesia La Consolación, en la avenida Bella Vista. Y me gustaba mucho ir a la residencia San José, que era un nido de ñángaras; la dirigía una señora colombiana, madre de Coflita, un adolescente echado p'alante. Era la residencia estudiantil donde vivía mi primo Gilberto Miquilena, y allí aprendí mucho de literatura y política.
Ya en el colegio Gonzaga, todo cambió. Para empezar, ese año inició una etapa mixta; por primera vez aceptaron muchachas, en cuarto y quinto de Humanidades. La gente era diferente, alumnos y curas; era menos estricto que el de los Maristas, y había más frescura, en general. Aparte de los buenos amigos de la clase, hubo dos curas importantes para mí: el padre Franco y Alex Salom.
El padre José María Franco era nuestro director espiritual y profesor de orientación, nuestro inolvidable guía espiritual en plena adolescencia en el colegio Gonzaga entre el 67 y el 70. Lo dejé de ver un día de 1970 hasta el 72 que pasó por Bogotá, donde yo estudiaba en la Javeriana, donde, por cierto, coincidí con el también difunto Ignacio Beascoechea SJ, que hacía un posgrado en Teología. Aquella vez se fue escandalizado, pero comprensivo, del apartamento lleno de grafitis, que compartía con Alejandro Higuera y Domingo Marino, el hijo de un gobernador de Barranquilla. Lo que más le preocupó fue que teníamos un grupo de rock en la habitación del piso de abajo. Era la Gran Fogata de Maracaibo. Carlitos Moreno, Lique, Pocho, Gonzalo y creo que andaba Óscar García Jr.
Cada vez que pasaba por Caracas, desde hace unos cuantos años, después que nos reencontramos por teléfono, me lo llevaba a almorzar a restaurantes sabrosones. La primera vez fue en el difunto Muñeiras, que era como mi oficina de la época. En esa ocasión se asombró de que nunca tomé la precaución de bautizar a mis hijos, y prendió la luz de la emergencia; el bautizo ocurriría el sábado inmediato en mi apartamento de Las Mercedes, donde vivía entonces. Haría una misa en casa, ¡qué vaina tan buena! Organicé los preparativos sibaritos y desde el principio de la celebración empezó con la jodedera que lo caracterizaba… verga, si yo sé, me traigo una manguera al ver que mis dos nietos estaban en la cola. Finalmente, bautizamos solo los hijos por falta de padrinos, un pequeño detalle que se me había olvidado. Así fue como Piki Figueroa terminó siendo padrino de mi hijo Marcel. Alejandro Higuera y Bemba Maciá de Ligeia, y Tamara Rodríguez y Juan Sará de Vicente Alfredo.
Lo mejor de aquella tarde litúrgica hecha en casa fue la hora de la confesión. Nuestro querido gandul ensotanado, como le dije en un texto a propósito de sus 50 años de ordenación sacerdotal, mandó que le escribiéramos los pecados en un papelito y le pidió a Nubia, que junto a Miss Guayaquil, eran nuestras colaboradoras domésticas de la época, terminaron siendo “monaguillas” de emergencia; una olla, y le trajeron un bol metálico donde quemó los papelitos y quedamos todos absueltos. La joda mientras ocurría la quemazón fue de padre y señor nuestro, cuando preguntamos si los cachos y las yucas eran pecado. Ese era Franco, un jodedor a toda prueba. Ese día mi mamá hizo la primera comunión.
Humberto Márquez

