Micromentarios | Israel, el Estado llorón
28/10/2025.- Cuando estudiaba bachillerato en el caraqueño liceo Luis Ezpelosín, tuve un compañero de estudios llamado Roberto, que era insoportable.
No podría acusársele de buscapleitos porque nunca retaba a nadie, pero tenía la mala costumbre de saludar con un golpe en los hombros, los brazos o la espalda.
Tal golpe no tenía carácter cariñoso, pues era dado con suficiente fuerza como para resultar molesto y doloroso.
Estos golpes —solo propinados si uno estaba de espaldas— no los dirigía en exclusiva contra los estudiantes masculinos. También algunas de las chicas recibían su ración diaria. Es más, si sus víctimas poseían una personalidad tranquila o se mostraban débiles, este compañero de clases usaba con ellas más fuerza y violencia.
Yo era callado en ese tiempo, aunque hablaba bastante cuando me hallaba con los otros alumnos del liceo que, como yo, practicaban béisbol y/o atletismo. Debido a esto, Roberto me consideraba una presa fácil y, a diario, me golpeaba en los hombros.
Aguanté tal rutina hasta que un día me cansé. Sin decir una palabra, le lancé un puñetazo que de haber hecho blanco, lo habría noqueado. Mi mano derecha se proyectó hacia su barbilla, pero, por uno o dos centímetros, no hizo contacto. Sin embargo, abrió los ojos sorprendido y abrumado por mi reacción.
Yo estaba tan harto de su supuesto saludo que, tras fallar mi primer golpe, despaché el segundo con mi mano izquierda. Esta sí llegó a su destino, que era su mejilla derecha.
Roberto se desplomó ruidosamente en la entrada al salón. Al instante, mis compañeros me aclamaron como si fuera un héroe en miniatura.
Minutos después, Roberto se levantó y fue directamente donde la profesora de Biología, que llegaba al aula en ese momento. Al enterarse de su versión de lo ocurrido, se encaró conmigo. Como le dije que él me había pegado primero —lo cual constataron varios de mis compañeros y compañeras—, la profe me agarró por el brazo derecho y me llevó a la dirección, acusado de haber golpeado sin consideración alguna a otro estudiante.
Por supuesto, fui castigado con una expulsión de tres días, en tanto Roberto, el pegador consuetudinario, quedó impune. Bueno, no tan impune gracias a mi puñetazo: el pómulo se le inflamó.
Este episodio de mi adolescencia volvió a mi mente hace poco al ver el comportamiento del Estado sionista de Israel. Sus gobernantes genocidas actúan del mismo modo que Roberto.
Agreden a diestra y siniestra con misiles a los países a su alrededor —aparte de masacrar al pueblo palestino—, pero, tan pronto alguna nación los bombardea a ellos, ahí mismo chillan y lloran como si fueran las presas de feroces depredadores.
Israel bombardeó en días pasados a Irán y a Yemen. Todo iba bien hasta ahí, pero tan pronto ambos países actuaron en represalia, los sionistas iniciaron sus acostumbrados gemidos. Se dedicaron a dar lástima, haciéndose las víctimas de los iraníes y los yemeníes.
Esa ha sido la tónica sionista de siempre: atacar a mansalva del modo más cobarde —casi siempre tras firmar acuerdos de paz o treguas— para luego gemir como plañideras mercenarias al ser respondidas sus agresiones.
Aún hay muchas personas que no quieren advertir tal comportamiento del Estado israelí y, por supuesto, culpan a quienes se defienden de ser violentos e intolerantes.
Seguramente habrá quien me acuse de antisionista. Confieso que, ante el holocausto y calvario de Gaza, en efecto, lo soy. Lamento que haya todavía quienes se dejen engañar con la llorona posición israelí de víctima del resto del mundo.
Armando José Sequera

