Tejer con la palabra | “Ama de Casa”
Lo que queda de los naufragios (parte II)
La complejidad se acrecienta al considerar los atributos únicos de la mujer como sujeto biológicamente determinado: su sexualidad, el color de su piel, su origen étnico, su ubicación en un sistema de clases, su conciencia política, su sensibilidad creativa, su disposición para afrontar las relaciones de poder y dominación, que la hacen un sujeto ajeno, muchas veces de sí misma. La pregunta respira en el aire: “¿A quién debo el poder detrás de mi voz?”. Y con una melancolía que se anida en el alma, la variación: “¿A quién le debo el poder detrás de la falta de mi voz?”. En mi libro Las imágenes de la ausente (2012), planteo:
Desde siempre este tema pasa por el trance de hacer irreductibles bifurcaciones cuyo piso en ocasiones pareciera no contener el peso de una discusión clarificadora: ¿Se mira realmente la presencia de lo femenino o seguimos en el paradigma que contempla el mero arquetipo de lo que es, sin potenciar la necesidad del deber ser que, en voz de una utopía posible, sirva para reconstruir la igualdad en el marco de la diferenciación?
Detengámonos a reflexionar sobre los elementos afectivos que envuelven a la “ama de casa”. Sin obviar que nuestros pensamientos están condicionados por las normas sociales y las coordenadas que dictan el bienestar, y no por la comprensión de las dimensiones sacrificiales de sostener una casa: “El cansancio de la cena/ Cuerpo flotando/ en la comodidad de lo sobrante/ La cena eterno dilema/ del re-frito/ Simulacro puesto sobre la hornilla”, amargamente ilustrativo el verso de Yurimia. Me atrevo a profesar una emoción que está en mí, y creo detrás de su verso, este otro verso de Bachelard: “Quisiera que mi casa fuera como la del viento marino, toda palpitante de gaviotas”.
Un viaje retrospectivo, un camino hacia los espacios innombrados del amor, la invisibilidad, el dolor, la confianza, la desconfianza y otras emociones ocultas que discurren paralelas al quehacer de una “ama de casa”. Yurimia Boscán alumbra como un reflector, los utensilios de cocina, su papel protagónico, en la construcción de ese personaje, llamado mujer. Mujer de la casa, o mujer de casa, que hasta hace no tanto era una alta distinción que enaltecía a la hembra humana por sus rasgos de ama de casa, le procuraba epítetos enaltecedores, de decencia y sacrificio, de inmolación silenciosa y aplaudida por la esfera pública. Una escoba, la mesa de la cocina, una nota amorosa, el rutinario acto de encorvar la columna para limpiar las huellas en la estructura laberíntica del hogar, todos estos elementos señalan los aspectos emotivos que acompañan una actividad que, a menudo, se trivializa.
Palabras contradictorias pugnan en las páginas, obligándonos a confrontar la idea de que la “ama de casa”, mientras ama y trabaja, es al mismo tiempo dominante y dominada. “Soy un ciclón en calma”, escribe Yurimia. Y los ciclones, se nos recuerda, giran en la misma dirección que la Tierra, en una circulación densa, sin una salida visible. La ama de casa gira, en su mente y en su entorno, a menudo sin poder vislumbrar una solución, es un acto de profunda resignación o elección, no quiere o no se lo permiten, recordemos, somos parte todos de la trampa del patriarcado. Sin embargo, se nos afirma su humanidad, su capacidad plena y su deseo de ser vista, escuchada y comprendida. Pero las condiciones que determinan su visibilidad se establecieron mucho antes de que aprendiera a respirar fuera del útero. Con esta realidad histórica, la ama de casa deberá, ineludiblemente, enfrentarse. Este poema, hermoso y de un brillo metafórico extraordinario orienta por los pasillos, las paredes, y la sangre, las vísceras y el corazón del cuerpo-casa, hogar y mansedumbre:
Condenada a mi cotidianidad/ Dios es monosílabo/ Sé a veces se acentúa y otras no/ (es día-crítico) como yo/ Cocina es una palabra grave (muy grave)/ Corazón es una palabra aguda (tal vez por eso duele tanto) /Sábana es una palabra esdrújula/ como escápate, sacúdete, desvístete/ Mi nombre es sustantivo/ propio poeta es común angustia/ es abstracto humanidad es colectivo/ Cansancio es una palabra grave/ Amar es una palabra aguda/ que no admite tilde es un verbo intransitivo como yo.
La “ama de casa” es descrita como una “mujer residual hecha vapor”, “casi nadie puede ver”. Es una mujer-ausente que deambula por estas páginas, una practicante de sortilegios que hace malabares con la multitud de tareas que se le atribuyen. Audaz en el movimiento y la improvisación, capaz de resolver con su lógica “elemental” lo que parece ser un “gran problema”. En su vaivén, no cesa de hurgar el espacio inconmensurable de su recinto minucioso. Es la mujer-ama, la cotidianidad tácita. Lejos de la jactancia, la encontramos sigilosa, “hecha quejido / que puebla la ternura”, siendo su menester la querencia. Para Simone de Beauvoir: “...sólo la meditación de lo ajeno puede constituir a un individuo en un otro, el divorcio del ser por intermediación de una voluntad extraña a la hembra humana”.
La “mujer ciclón” en “calma” rastrea a su amante, sabiendo que ninguna relación perdura más allá del instante intenso. Surge la pregunta desgarradora: “¿A quién / desde tanto afuera / colocaremos dentro / como un escapulario / que nos salve?”. Esta búsqueda sempiterna la lleva a entregar llaves que luego abandona, incapaz de evitar lo ineludible; el ciclo se repite: “... el miedo heredado / de quedarnos solos”.
“¿Qué es, pues, lo que se decía en aquello que era dicho?” (Michel Foucault). En “Ama de casa”, los poemas se vuelven hipertextos, tocando desde las posibilidades que ofrecen la parodia, el kitsch, lo no trascendente. Cada palabra es un acto de absoluta realidad, la cena y el hogar, cuya rutina mecánica se transmuta en la violenta verdad, de ser siempre, sin ella, sujeto para el otro, asumida, desde ese “no lugar” al que se exilia, o la exilia más bien, su herencia cultural.
El espíritu nihilista de estos poemas, niega la posibilidad de rebelarse. A la sujeta ella, poeta, ama de casa, le espera el legado indiscutible de la tradición, y aun cuando sueña con otra, ella, esa figura trascendental, no existe. En su lugar, gestos de complacencia, máscaras, anhelos, soledad, deseo, están cargados de frustración, rabia, son el aura de los muebles, trepan las paredes, la cama y la mesa, van y vienen en la voz, al igual que la escoba, que barre los desechos, también el polvo en que se convierten las ilusiones de redención.
Cuando una mujer barre, quizás pretenda desaparecer una historia o dos. Las obligaciones se suceden: salir de la casa para la basura, el pan, la luz, el mercado; entrar a la casa para hacer el amor. Si la mesa hablara, contaría de aliños y anhelos picaditos, de cubiertos, servilletas, mantel y vasos puestos, y de una espera inmensa. El celo, la noche que se acuesta y duerme sin tocar, orillándose a la resaca de hembra, el saber de la almohada y de miles de noches cansadas, que redireccionan los días. Los viejos lugares, parcelas en la memoria, duelen, encabritan la soledad, que salva y aniquila, con un bolero de fondo en medio de la tarde, retrae del patio y el entorno, y aquella que habitaba el cuerpo “salsa y jazz neón”, ahora deambula por esta casa convertida en sudario de ollas en polvo sobre los espejos.
El “Sí” que establece una relación, y las frases, que se callan cuando el “Sí” es ya un peso enorme. Entonces rueda por el piso la energía de los abrazos, monosílabos al pie de la cama, niegan con un aire helado los espasmos y besos, solo un par de cigarrillos, humo sobre el humo del amor perdido. Refiero en las imágenes de la ausente:
Se retorna al fondo del fracaso cuando la referencia pretendida no logra seducir ilimitadamente, esta baja del altar, se encuentra en la derrota, se ve partícipe de la gran simulación, del simulacro donde el poder se realiza en el sí mismo del otro.
La prisa al toqueteo de la masa, el calor de la plancha que calma el desabrido acto de levantarse sin una caricia, sin saliva en el cuerpo, ni complicidad de aromas compartidos. Levantarse, sostener el viacrucis de comidas: desayunos, almuerzos y cenas, de sol a sol.
Recoge el desorden, doblar la ropa, suspirar sobre la lavadora, sacar brillo al piso. Aumenta el miedo heredado de quedarnos solas y el amor y la costumbre se diluyen en arrepentimiento. Y volvemos a recordar a Bachelard: “Un arquitecto modeló los proyectos del poeta y quedó construido el castillo con su corazón de choza”.
“Ama de casa” de Yurimia Boscán no es solo un poemario; es un grito silencioso, ella desentraña la casa, no para denigrarla, sino para exponer la complejidad que a menudo la desvalorizada y relega a un segundo plano. La autora nos obliga a mirar de cerca la contradicción inherente a esta figura: la mujer que es columna y, simultáneamente, presa de su hogar. la identidad de los fuegos de una casa, ¿a qué responden? Historia emocional que exige ser vista y comprendida. La obra se convierte en escenario de la lucha interna por la visibilidad y el reconocimiento de la mujer en un espacio que es suyo, y ajeno, nos lo dice en un penúltimo poema: “En la casa de mi closet —a salvo del alquiler— habita mi cuerpo”.
Yurimia Boscán es autora de las siguientes colecciones de versos: Poemas (1983), Ama de casa (2016), Río de hierba (2017), Neón (2018) y Piel que ata (2018). Ha obtenido por ellos varios reconocimientos como el Premio Municipal de Poesía Cecilio Acosta y el Premio de Poesía para la Mujer Ana Enriqueta Terán. Es licenciada en Letras por la Universidad Central de Venezuela y magíster en Literatura Latinoamericana; también profesora y periodista.
Wafi Salih (@wafisalihreal)
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Yurimia Boscán