Psicosoma | Colectiva Teatro Barcelona: Si yo no tengo un lugar

Hago de todo, señora, señor. Puedo hacer de canguro. Trabajo aunque sea una hora.

Migrante

 

16/09/2025.- Las fronteras, murallas, límites, separaciones y exclusiones se alzan como barrancos y ríos que transforman los cuerpos. La lluvia y la tormenta congelan los pies y los convierten en una carga rota. Ya no hay huida, porque todo cansa. La casa es para nunca jamás; los cuerpos son trapos deshilachados. Expulsadas de nuestros hogares, tenemos que seguir a las piedras y oír a los cerros, al viento y a los pájaros. Sin nombres, estamos más hambrientas de libertad, hermanadas en un camino donde llevamos vísceras y sepultamos a los caídos.

Somos carne de bandidos, de traficantes, somos alimento de zopilotes, vagando y deambulando en el descubrimiento humano y el instinto. Ni siquiera basta con ser invisible, porque los cancerberos nos cazan. Las mujeres migrantes somos botines de guerra, con nuestras matrices desgarradas o llenas, yaciendo en cuevas, sin ser la Virgen María. ¡Qué descaro y cinismo de las ONG, de las ayudas humanitarias y de las políticas de fronteras que solo cantan al poder, al colonizador, al imperio, a la pureza de sangre! El mestizaje sigue siendo su dolor de cabeza y prefieren borrarnos del planeta. No soportan el libre pensamiento y mucho menos reconocen la cultura de los pueblos aborígenes. ¿Quién les dijo que eran dueños, que solo debían ser de un lugar? La tierra nos cobija; la Pachamama nos embarra y protege en sus faldas pantanosas, en sus cielos, aires y abrazos. Cuesta tanto mirarnos a los ojos. Siempre la tierra, en lo profundo de sí misma, resuelve enigmas, y las mujeres también. Somos de carne y hueso.

Recuerdo mi primera huida de los brazos de mi familia por el incendio de la bota militar en los años setenta en el Cono Sur de América. Todavía percibo y miro la Estrella del Sur, la de los navegantes, cantando Todos vuelven a la tierra en que nacieron. Eso ya es para mí un sueño. En un primer instante, dejar mi tierra natal era un deseo, pero no nos veíamos morir en el desarraigo porque siempre soñaba con volver. Sin embargo, luego, más vacías y curtidas, entendemos que nada es individual, porque nos atraviesa la política. Nos están matando en vida. El proceso de duelo del migrante es terrible cuando se está sola, pero cuán gratificante es una mirada, un abrazo colectivo, los grupos solidarios, las marchas, los aplausos, las ollas colectivas, los cucharones de chocolate que —recuerdo— me daban una transfusión directa. Ya no nos queremos morir, porque en cualquier punto nos miramos. Nos habla Pacha y nos reconocemos. Siempre de tránsito y en el camino dejamos las alforjas, pero el tiempo y el espacio añejan las rebeldías, los inventos, la imaginación e incluso el amor. Por eso los colonizadores nos diezman, nos gasean…

Ay, Pacha, siempre me gestas. Hoy, al calor del trópico, resucité. Me habitas y lucho contra toda xenofobia y asimetría. Como un caracol, como una tortuga, viajo lenta, sin tener nada, quizás solo a mí misma en mis múltiples variantes.

Todas esas marañas, esos laberintos, los veo en el auditorio del Centro Cívico en Escazú (San José, Costa Rica). Se me alborotan y trato de estar incólume al recordar Huidas de Saturno y al ver la obra Si yo no tengo un lugar de la Colectiva Teatro Barcelona, en conjunto con la Municipalidad y la Escuela Municipal de Artes de Escazú. Tejen las puntadas de un jueves nostálgico, un 11 de septiembre. Las actrices, vestidas de negro, montan el escenario en un tris, con el apoyo del sonidista Felipe. Figuran trajes, maletas raídas, una cuerda larga, una soga o mecate grueso que me lleva a la frontera, a un guindo. Separan el escenario con un biombo de cortinas negras.

Me acerco a ellas y Ana Ara, espigada, madura, afectuosa, contesta algunas preguntas. Me aguardan sorpresas, porque ella vivió en la Sierra del Perú, cerca de Huancayo, en los años ochenta de las guerrillas de Sendero Luminoso, del gobierno asesino de limpieza étnica de aborígenes del presidente Fujimori. Me habla del esfuerzo y el compromiso para el funcionamiento de un "elefante blanco", un hospital de neonatología de punta entregado por el gobierno alemán, pero sin personal médico. Ella trabaja para conseguir enfermeras. En fin, tocamos la crisis de alquiler de casas en Barcelona por el turismo caníbal, la "disneymanía", los elevados costos, las expulsiones, las migraciones, la política de Nicaragua, el recrudecimiento de la libertad de expresión, la violencia doméstica y política…

Mientras escribo estas notas, escucho Oh, ¿qué será?, de Willie Colón en su juventud. Las incertidumbres bullen. Deambulo en los cielos celestes de Escazú. Más apaleadas que una gata malandra, las migrantes nos amarramos a los sueños. No dejo de escuchar esa canción-poema de mis años juveniles, del amor estudiantil, de mi poeta del reloj de la UCV, del banquito frente a la escultura del reloj eterno, ese olor a brandi con chocolate… detenido en mi memoria. Oh, ¿qué será?... Las migraciones siguen siendo las primeras hordas humanas de la civilización, las semillas divergentes. Ya no quiero pensar, solo que cante el poeta ebrio. Ahora me digo: ya no son los fantasmas, somos todas las fuerzas ancestrales que se levantan juntas y tenemos derecho a amar, respirar, comer y soñar. Hoy siento todavía los años ochenta de oro, de desmadre, en los que los académicos nos tildaron de "generación perdida", y el rector Edmundo Chirinos, que resultó ser el rey psicópata, fue padrino de nuestra promoción, con Sangre en el diván.

Viví el teatro de calle en Lima con la gente de Cuatro Tablas, con la irreverente Delfina Paredes. Luego, renací con el grupo Rajatabla y el dramaturgo Carlos Giménez, con esa pasión y locura. Llevó a escena los poemas del brasileño Antonio Miranda (quien, años después, tradujo poemas de mi primer libro, Mimetismo pendular): "Tu país está feliz (…) porque me cortaron las raíces, / las alas, me confinaron en un cuadro / y me dieron un nombre, / es que grito. / Porque el mundo hiere, es que grito (…)".

La retrospectiva personal y colectiva que producen los gestos y las expresiones faciales y corporales, con los sonidos de las tres actrices Ana, Magda y Beatriz, y la música de Violeta Parra y otros, nos lleva a metáforas visuales, imágenes fotográficas, retazos olvidados que se cuelan. Divago. Son maestras en manejar claves, estímulos que sueltan recuerdos e imágenes. Con pocos diálogos entre ellas, nos sumergen en un trance y luego interactúan con el público. Buscan crear identificación y sensibilizar ante uno de los grandes problemas sociales: las migraciones. Ese discurso visual, narrativo y gestual se entiende en la raíz emocional del desarraigo, en particular de América, no solo por los efectos del cambio climático, sino por la opresión política a los pueblos a causa del modelo capitalista neoliberal salvaje que premia la explotación del ser humano hasta convertirlo en una cosa desechable.

Al conversar con una de las integrantes, Ana Ara, de Barcelona, con cuarenta años en Nicaragua, me cuenta que allí nació la Colectiva Teatro Barcelona, con mujeres nicaragüenses. Actualmente, son seis, como Magda Salgado y la de origen suizo, Beatriz; las tres viven en Barcelona. Magda aún cuenta los meses y días desde que salió de su tierra natal. Si yo no tengo un lugar nace en Nicaragua. Es una obra social feminista, basada en experiencias de migrantes, dialógica, que nos facilita reflexionar y compartir miradas sobre los procesos migratorios. Al finalizar la obra, se levantaron las voces de mujeres de Venezuela, El Salvador, Nicaragua, Perú, Chile, Colombia y Costa Rica, que se dejaron escuchar al contar el dolor por el abandono de sus hijos y sus oficios para rehacer sus vidas en una tierra "chiquirritica", amante de los derechos del ciudadano y de la democracia. Y que ahora, ante las políticas duras de Trump, ojalá la separación de poderes, como la del Legislativo, se mantenga y no le haga "caritas felices" al emperador, porque el supuesto "sueño americano" se desbarató y las expulsiones y secuestros siguen al millón. Las fronteras de Tamaulipas, el río Grande en México, se mueven al sur y los especialistas las llaman "migración inversa" del norte hacia el sur, donde Costa Rica es zona de tránsito para el retorno a sus países de origen. Otros muchos van a Colombia, Chile o España, y muy pocos se atreven a quedarse en Costa Rica en situación de refugiado, porque la tramitología burocrática exponencial es delirante y es un país muy caro. También recordemos las migraciones internas del campo a la ciudad y ahora viceversa.

La función se inicia con preguntas al público sobre su lugar de origen y su familia. La mayoría es del cantón de Escazú y se conocen entre sí. El auditorio necesitó más sillas. La obra concluye de forma festiva con un baile que nos relaja, para luego compartir reflexiones e interrogantes sobre la migración, sus derechos laborales, el sufrimiento al dejar a la familia, las guerras, la adaptación, el reinicio, la explotación laboral, los trabajos ambulantes y las huidas como nuevos quehaceres y aprendizajes para la sobrevivencia. No podemos seguir calladas ante la explotación del trabajo servil, de la mano de obra barata, de la esclavitud de mujeres que trabajan "cama adentro", de las bananeras, de los recolectores de café. No se tocó el punto álgido de las trabajadoras sexuales esclavas, que es un mercado exótico, como el de las aves, por su aumento.

Si yo no tengo un lugar es una provocadora puesta en escena que nos devana los sesos. ¿Cómo es posible que sigamos insensibles? Nos invita a volver a ver la migración con otras miradas, al "otro", a la alteridad, con historias de vida. No se comprende esa humanidad, a esa mujer migrante embarazada, madre, artista, anciana, empobrecida, que deja sus países para nunca más volver porque todo se muere cada día. Ser ríos, tierra, naturaleza en cualquier punto del planeta debería ser un derecho humano, sin fronteras, y las cacerías continúan en este filme de nunca acabar. Es cierto que la efervescencia catártica nos libera un ratito, pero también nos pellizca a amar nuestro tránsito, a ser sororas, empáticas. El teatro nos insta a revisarnos, a hablar, a empoderarnos, a tener capacidad organizativa con los grupos, a ser y rehacer nuestras vidas, porque somos colectivos, y a denunciar que quieren convertir la tierra en un campo minado de inhumanidad. Somos grupos humanos comprensivos y compasivos, y el vil egoísmo, el individualismo y el narcisismo son caldo de cultivo de las perversiones capitalistas. Hacemos el trabajo cooperativo y creativo; transformamos las vidas en grupos humanos. Como decía Augusto Boal, del Teatro del Oprimido de los años sesenta, "vamos a cuestionar su realidad y buscar un cambio (…) El oprimido debe liberarse a sí mismo y el teatro fue creado a partir del momento en que los seres humanos comenzaron a mirarse a sí mismos en acción". ¿Acaso cuesta tanto "vivir mi vida"? "Voy a escuchar el silencio para encontrar el camino (…)". Es cierto que el maná no cae del cielo. La tierra es nuestra casa y el sol sale para todos y todas. No esperemos a Godot: "No pasa nada. / Nadie viene, nadie va. / Es horrible". Samuel Beckett.

 

Rosa Anca


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