Caraqueñidad | Nos vemos mañana
26/08/2025.- "Epa, Maracucho". "Epa, Ocumare". Así se saludaron, al escucharse, esos viejos amigos en el vagón del metro, durante el viaje dominical que hicimos desde Agua Salud hasta La California.
El Maracucho, de unos 45 años de edad, lleva una corneta guindada de su cuello, con la que escucha música religiosa. Domina recursos histriónicos. Sabe contagiar a todos los pasajeros y, con su vozarrón, complementa el interrumpido canto con aleccionadores discursos basados en el Evangelio. Aunque uno no oye bien por el ruido de los pasajeros, entiende que cita de memoria versículos y diversos pasajes de La Santa Biblia, como si la estuviera leyendo en ese momento.
Por su parte, el septuagenario Ocumare, apodo con el que se identificó el interlocutor, de verbo mutilado debido a su tartamudez, no dejaba de balbucear con ciertas inconsistencias discursivas. Pedía la hora. Pedía plata. Pedía ubicación. Quizás reclamaba más atención y hasta compasión. Un hiperquinético empedernido. Muchos nervios a flor de piel, porque, además —quizás por su evidente condición patológica—, es proxémico invasivo. Intenta insistentemente tocar o tener contacto, piel a piel, con todos los que le brindan atención. "Qué fastidio", dijo una infortunada señora que viajaba a su lado.
"¿Tú viviste con Marina?", le preguntó el Maracucho. Con su epiléptica respuesta y entre risas, lo negó enfáticamente. Remató: "Por cierto, tengo tiempo sin verla". Siguieron las risas, imbuidos en sus realidades, mientras refrescaban algunos pasajes de sus intimidades familiares, como si viajaran solos en ese vagón.
"No compres mercancía dentro del Sistema Metro de Caracas, ni apoyes a personas que practican la mendicidad", dijo la omnipresente voz del altoparlante, al mejor estilo del Big Brother de la novela 1984 de George Orwell. Todos oímos y, callados, observamos.
En eso, irrumpió una pareja de neoemprendedores que ofrecían su gran diversidad de chucherías baratas.
Aunque la afluencia de pasajeros dificultaba la identificación del par de vendedores, al apenas oírlos —a pesar de que tanto el Maracucho como Ocumare estaban de espaldas—, supieron de quiénes se trataba, como guiados por un instintivo e infalible sistema de identificación facial. Uno que, con agudeza aguileña —a pesar del gentío—, se mostró inmaculado.
Ambos fueron identificados por sus apodos, los cuales se relacionaban con el producto que ofrecían. Uno era el Chamo María, por vender esas galletas dulces de la casa Puig. El otro era Chamo Ciao, por los caramelitos que iba ofreciendo a seis unidades por veinte bolos.
El aviso oficial del metro en contra de los vendedores ambulantes era repetido con voz clara y alta en cada estación recorrida. Reconoce que hay un problema de mendicidad en nuestra moderna capital. Si lo dice el metro, debe ser verdad, así como es verdad que el sistema ha mejorado sustancialmente su servicio: aire acondicionado, escaleras mecánicas, embellecimiento de áreas comunes y el maravilloso método de la tarjeta electrónica para pagar el pasaje y exonerar a los mayores. Chapeau.
No obstante, en ese particular inframundo, la economía informal muta, se refugia, se mimetiza y se multiplica.
Mientras Maracucho y Ocumare siguen, entre cantos, pasajes bíblicos y cuentos mundanos, reconociendo a cada nuevo actor de la dinámica informal como si los tuvieran cara a cara, en el recorrido aparecen y se esfuman mancos que corren, amputados que saltan y mudos que hablan. También, los despreciables chulos que muestran un récipe arrugado y borroso para pedir plata en nombre de una supuesta hija que fue atropellada por un desgraciado motorizado, quien, por irresponsable, se dio a la fuga. Desde entonces, la niña está muy grave y recluida en x hospital. "Señores, si hoy no consigo plata pa'l tratamiento, le amputan la pierna", pero lleva en eso más de cinco años. Afortunadamente, ya nadie les cree sus cuentos chinos.
El mismísimo Maracucho, junto a un correligionario suyo, a pesar de no juzgar a nadie —porque, según ellos, "el único que juzga es el Padre, el Rey y Redentor del mundo"—, no pudo quedarse callado. Ocumare, con un ataque de risa, nos contó a todos algo acerca de un pedigüeño. "Siempre enferma a la espo-posa y pide pla-plata en su nombre. Cuando recauda, va y se lo be-be-be-be o se lo fu-fu-fu-fuma todo en el barrio", relata —con marcada gaguera— como si el dantesco episodio estuviese ocurriendo frente a sus ojos.
"Yo no pido en nombre del Señor", aseveró el Maracucho a su camarada de culto. "Yo canto y hablo su palabra, y si la gente me quiere ayudar, pues yo lo acepto. Tengo hijos y mujer y vivo alquilado en La Bombilla", relató, mientras con impresionante precisión citó un versículo de Mateo o de Juan —no recuerdo bien— para referirse a Vitafer, otro vendedor a quien, a pesar de no haber visto, lo identificó inequívocamente por el timbre de su voz cuando ofreció los caramelos que le garantizan el sustento.
En Sabana Grande —o en Chacaíto, por ahí—, se montó una señora a la que ambos reconocieron como Juanita Cricrí. Entre el susurro de los pasajeros, la bulla de los carajitos alegres que iban en cambote pa'l Parque del Este y la repetida advertencia de no comprarle nada a los buhoneros ni apoyar la mendicidad, destacó el reclamo de aquella doña, vendedora del sabroso chocolate con granitos de arroz "tostao". Luego de sentarse en un asiento destinado a la tercera edad, agitó los brazos y comenzó a espetar maldiciones, como inquiriendo a cualquier pasajero que se sintiese aludido. Buscando líos, pues. En actitud retadora, sacó media canilla de pan salado "con lengua", como dijo ella misma. Comenzó a devorarla y a quejarse: "Coño, ya no nos dejan trabajar, ni aquí, ni en la calle. Yo no sé qué quiere esta gente. ¡Qué no trabajemos, será! ¿Y cómo nos mantenemos? ¡Qué vaina, vale!". Agregó un irrepetible mentón maternal que, aunque sonó sabroso porque se lo sacó del alma, resultó altisonante, ya que aún estábamos en horario "todo usuario". Un par de señores le compraron varias barras de su tradicional producto.
Con el anuncio de llegada a la estación La California, Ocumare se apoyó en su improvisado bastón de palo de escoba y se despidió. "Yo sigo hasta Petare", respondió el Maracucho. En efusivo abrazo, y pronunciando, en tono sarcástico, un "Nos vemos mañana", se despidieron los reconocidos invidentes, protagonistas de la cotidianidad caraqueña.
Luis Martín