Micromentarios | Los pajarracos del señor Sequera
26/08/2025.- Pocas cosas me complacen tanto como ver volar a las aves en el vecindario.
No es que siento que tales desplazamientos son sinónimos de libertad, porque ya los etólogos han demostrado que los mismos se realizan dentro de límites muy precisos. En realidad, los asocio con los vaivenes del espíritu.
Tales vaivenes son siempre limitados por la sociedad y por nuestra idiosincrasia. Es decir, nos movemos también dentro de fronteras específicas.
Sin embargo, igual que las aves tenemos la posibilidad de volar alto o bajo, según nuestras expectativas, anhelos y capacidades. Eso en cuanto a lo simbólico. También disfruto de las peculiaridades de cada volador.
Entre las maravillas que presencio, hay una que me llama especialmente la atención: se trata del comportamiento de algunas aves que evaden cuanto pueden las reglas y a las que, sin hipérboles de ningún tipo, solo puedo calificar de artísticas.
En los salientes del edificio donde vivimos habitan vencejos, esos pequeños parientes de las golondrinas que, como los pingüinos, parecen vestir siempre de gala.
La mayoría se comporta como uno espera que lo hagan tales portentos alados, pero unos pocos lo hacen a su aire, por cierto, nunca mejor usado este lugar común. Hay, por ejemplo, un vencejo al que le gusta volar bajo la lluvia. Tan pronto caen las primeras gotas, abandona su refugio y se eleva cuanto puede. De improviso, comienza a planear hasta que las alas se le enchumban.
Lo he visto hacer piruetas de aviador de espectáculo y sostenerse varios segundos en el aire, en la cumbre de una corriente de aire, mientras las gotas se deslizan sobre sus plumas, como agua de cascada.
Otro cabalga sobre las dos corrientes que pasan por el frente y el lateral derecho del edificio, tomando una y luego la otra con la precisión circense de un trapecista. Otro sube como a bordo de un cohete y luego se precipita a tierra a la misma velocidad, elevándose cuando estrellarse parece inminente e inevitable.
Un cuarto o una cuarta, no sé su género, gusta de abalanzarse sobre quienes estamos asomados al balcón grande del apartamento, hasta casi colisionar con nuestro rostro. En el último momento, cuando uno inicia una acción evasiva, él o ella se eleva o se mueve hacia su izquierda y pasa a nuestro lado emitiendo su shuik, a manera de saludo o de risa cómplice.
Hasta hace un tiempo hubo uno al que llamé Ocho, porque hacía la figura de este número envolviendo en su vuelo a nuestro edificio y a alguno de los dos contiguos. Varias veces me asombró su control en el vuelo al girar en cada una de las esquinas de las construcciones.
Amo profundamente a estas aves y me ha tocado enfrentar a vecinos para quienes ellas son solo molestas presencias que ensucian las paredes bajo sus nidos. Por supuesto, tales vecinos cuando hablan conmigo y se refieren a ellas las llaman “sus (mis) pájaros” y, en mi ausencia, los denominan los pajarracos del señor Sequera, creyendo que con ello los insultan a ellos y a mí.
Considero un privilegio, un verdadero y hermoso privilegio, que estas bellísimas criaturas acepten compartir su espacio vital con nosotros.
Armado José Sequera