Aquí les cuento | Cero kilómetro (I)
08/08/2025.-
—¡Tienes que aplicar! ¡Ya en tu correo está el enlace! ¡Aquí te están esperando! ¡Y mira que cuando vieron aquellas fotos que te hiciste en Morrocoy saliendo del agua ajustándote el brassier, eso los volvió locos. Una vez que apliques, por este mismo medio te llegará la visa. Por el idioma no te preocupes. Los primeros tiempos tendrás que decir solamente no, hasta que se te abran las puertas del Madison Square Garden y saltes a la fama.
No tuve que vender nada, solamente tenía que dejarme guiar por la amiga.
—Vente, chica, que aquí todo está resuelto. Además, tú eres bonita y cuando uno de estos gringos con plata te vea, se va a caer de nalgas con la baba afuera.
A esas alturas de mis veinte años, tomé conciencia de que si hubiera aprendido inglés en el liceo, la cosa hubiera sido más fácil. Pero, qué va, me dije: todavía estoy empezando la vida y lo que me queda por delante es carretera que recorrer.
Mi amiga Jake siempre manifestaba sorpresa porque yo, a pesar de mis veinte años (una vieja, pues), me mantenía estándar, es decir...
Sí, tuve muchos novios, igual que ella, pero las artes aprendidas y algunos trucos de herencia familiar me mantuvieron con el sello de garantía.
Mi tía Olga me lo decía, al menos una vez al año:
—¡Hijita, afloje la mandíbula, porque nadie se ha fracturado una pierna conversando! Y apoyando los codos en eso, me hice buena ¡conversadora, pues!
Los muchachos y algunas muchachas de medio barrio se habían marchado a pedal y bomba por el Darién.
Unos que se habían regresado me contaron que al llegar a Cúcuta, las oenegés les entregaban bolsitas con sánduches, unos jugos y unas botellitas de agua y hasta champú y crema dental para que siguieran.
Luego vendría lo bueno: Gente que pasó las de Caín para llegar a la frontera después de varios meses de recibir atropellos y vejámenes de todo tipo.
Pero yo no tuve que sufrir nada de eso. Fui tratada con consideraciones V.I.P.
La organización encargada de movilizarme estaba integrada por gente seria. Eso me lo había asegurado Jake. Y si ella lo decía, era así.
Recibí el pasaje y las orientaciones por correo. Todo estaba previsto. Hasta el taxi que me recogió en la plaza de El Valle, entre la estación del metro y el centro comercial, fue puntual.
Respiré el aire acondicionado del auto, y me sentí importante mientras bajábamos al Aeropuerto Internacional de Maiquetía.
En la sala de espera conocí a dos muchachas más. Las chamas parecían hermanas mías: Con la piel café claro, cabello castaño, ojos aguarapaos, entre marrón y amarillo; ah, y “buenas tardes”, como dice mi primo bombero cuando ve a una chama que le gusta.
Ellas, casualmente, viajaban al mismo destino que yo, en el mismo vuelo. Y también las había tramitado la misma organización que nos llevaría al paraíso de los sueños. Jake tenía razón. Era gente seria la que nos movilizaba.
Nos presentamos.
Una de las muchachas, Alicia, venía de Cabruta. Un pueblo guariqueño ubicado a la orilla del Orinoco.
La otra, Clementina, es de Higuerote.
Y yo, caraqueña, del sector Las Antenas, del barrio Bruzual, parroquia El Valle. Ah, mi nombre: Gertrudis.
Jake me había dicho que por el nombre no me preocupara, que los gringos, como son tan torpes para pronunciar los nombres de los venezolanos, tienen la costumbre de cambiárselos a la gente.
Me refirió dos casos conocidos de deportistas: por ejemplo, a Baudilio Díaz, un beisbolista famoso, le pusieron Bo Díaz. A un boxeador llamado Fulgencio Obelmejías lo llamaron Fully Obel.
A ti, que te llamas Gertrudis Guaita, a lo mejor te pondrán Ger White, o qué sé yo. ¡No le hagas mucha cabeza a eso mujer!, concluyó.
Mientras esperábamos, entramos a un cafetín de los que hay en el aeropuerto. Alicia, la de Cabruta, pidió un negro fuerte. Clementina, la de Barlovia, se refrescó con un Gatorade de mandarina y yo ordené un té de manzanilla, porque estaba un poco nerviosa.
Se nos acercó un joven muy apuesto, vestido con traje y corbata. Mencionó nuestros nombres, entre interrogación y afirmación. Al vernos los rostros, de sorpresa, nos entregó a cada una un ticket de equipaje. Era así rectangular y tenía un número de registro con el nombre de cada una de nosotras. Nos vimos las caras con sorpresa. El joven apuesto se retiró sin mayores explicaciones.
Yo no había traído más equipaje que un bolsito de mano que me prestó mi hermana Valeria, donde llevaba una arepa con queso envuelta en papel de aluminio y un jugo Yukery de botellita...
Nos vimos nuevamente las caras y levantando los hombros pensamos en una silenciosa coreografía: ¡Bueeeno!
Llegó la hora de partir.
Era la primera vez que volaríamos las tres.
Al despegar, yo esperaba ver el mundo desde las alturas, pero el asiento que me tocó en el avión estaba justamente del lado del pasillo y sobre el ala derecha. Desde ahí lo único que pude ver cuando me despedía fue el hotel Humboldt, que, como tú sabes, está montado en el cerro Ávila, al que este gobierno le puso un extraño nombre de indios.
Durante el vuelo pensaba en las espectaculares experiencias que me esperaban tan pronto tocara tierra en los Niuyores.
Aquiles Silva