Estoy almado | La esquina

28/07/2025.- Difícilmente se puede ignorar en esa esquina la montaña de basura y desechos aglomerados entre escombros y bolsas rotas. El olor nauseabundo puede acaparar las fosas nasales de los transeúntes. Hay quienes pasan por ahí con la nariz tapada y, otros, con la vista gorda, en una mezcla de indiferencia y caos urbano.

Esa estampa se aprecia al caer la tarde. De hecho, la torre de desperdicios comienza a levantarse de noche, en compañía de los autos que circulan en canales distintos y los semáforos que cambian de parecer, en un bucle de tres colores. Al frente de la esquina, cruzando la calle, un perrocalentero despacha pedidos a noctámbulos, bajo la luz tenue de un poste desvencijado y con la presencia de un par de señores sentados en unas escaleras aledañas. Ellos siempre están ahí, viendo transcurrir la nocturnidad citadina, y también aprecian aquel montículo de asquerosidad inerte, casi, casi, abandonado, apenas hurgado por sombras anónimas que buscan algo valioso para vender o masticar.

En el día, la esquina está limpia. Una cuadrilla de trabajadores del aseo nocturno levanta toda la mugre encumbrada y regada que nosotros, los urbanitas, tiramos. Es un trabajo loable el que hacen los muchachos de la limpieza. Si no lo hicieran, la basura se extendería más allá de la esquina y sus alrededores, y sería más evidente lo sucios que somos en colectivo.

Ya para cuando el alba se asoma, la esquina está despejada. En el piso, apenas se ven manchones marrones o negruzcos. Un inspector ambiental, debajo de un toldo, vigila que nadie eche basura. Con su sola presencia, el lugar se mantiene impoluto, pero nada más hasta que se va. Llegada la noche, los comerciantes mandan a sus empleados a verter en esa esquina la basura de la jornada. La fiesta de la inconsciencia aumenta cuando de los edificios bajan, una a una, bolsas de desechos sólidos. Entre las seis y las nueve de la noche, un pequeño círculo de desperdicios crece hasta sobrepasar el tamaño del primer perro callejero, que en la penumbra hace añicos las bolsas, las cuales luego destilan líquidos putrefactos.

Casi a medianoche, el ciclo vuelve a cumplirse: los trabajadores de la limpieza nos limpian todo, la esquina amanece limpia y permanece así hasta el último rayo de sol; hasta que llega la hora de irse del custodio ambiental. En la noche, vuelve el montículo sempiterno de desperdicios. Es un fenómeno circular, como un perro tratando de morderse la cola… que no es el mismo que rompe las bolsas en la noche.

Sería tan fácil que depositaran los desechos en el container, pero su ubicación a una cuadra y media de distancia convierte la esquina en el sitio más cómodo, cercano, pactado de facto, sin mediar palabras, entre quienes ensucian de manera deliberada y se niegan a caminar hasta el lugar indicado.

La mayoría de los vecinos quisiera que la esquina siempre esté limpia, y no solamente de día. He escuchado propuestas para resolver ese problema. Alguien planteó instalar en la esquina una parada de metrobús, que genere un flujo permanente de usuarios, de estudiantes y adultos mayores sentados esperando en el banco que de seguro tendrá la parada. Sin embargo, esto puede funcionar nada más en el día. En la noche, con la ausencia del transporte, los mugrientos volverán sin contemplación, porque la comodidad es hermana de la inconsciencia y esta, pariente cercana de la viveza criolla.

Quizás la solución sea una mezcla entre superstición y religión. Alguna vez alguien dijo que se podría construir un pequeño busto del doctor José Gregorio Hernández justo en la esquina que ensucian. ¿Quién en su sano juicio rodearía de basura al primer santo de Venezuela? ¿Quién podría dormir tranquilo después de lanzar al sitio dos bolsas bajo la mirada acusadora de José Gregorio?

Tal vez funcione y la esquina por fin permanezca limpia, pero eso todavía es una utopía. Hoy la esquina sigue luciendo sucia hasta que sea limpiada nuevamente a medianoche. Sucia de noche y limpia de día, el lugar se presenta como pequeño claroscuro de la ciudad, que cambia entre el último arrebol de la tarde y la inmensidad puntual de la noche y sus lunas.

 

Manuel Palma


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