Aquí les cuento | La piedra del carpintero y (III)

25/07/2025.- Tuve que esperar un año más. Así lo ordenaba la costumbre, según los viejos. Uno no es que va a estar moneando troncos, cada vez que vea un carpintero entrando a su casa, no, mi amigo. Hay que esperar un año.

Y si, por ejemplo, fracasaste la primera vez en el intento, en un árbol que queda hacia el naciente, tendrás que buscar otro árbol, distante del anterior, que esté hacia el poniente. Mira que así son los misterios de la montaña.

En esa nueva oportunidad tenía la certeza de que no fallaría.

Al año exacto, empecé a limpiar el terreno donde se levantaba un hermoso árbol de mora, de esos que crecen enormes en la fila maestra; y que la madera tiene unos tonos que tienden al morado, de ahí su nombre.

El árbol tenía como veinte metros de altura, la vez que estuve ahí, ya de eso han pasado unos diez años.

Y mira que dejé aquello limpiecito. En esta oportunidad, por más saltarina que fuera la piedra, no se me perdería en el monte. Me dije.

 Era cuestión de esperar.

Ya te mencioné que, para aquellos tiempos, tendría apenas cuarenta años y llevaba casi diez sin meterme en problemas con la justicia. Y la mayor evidencia, de lo cierto que te estoy diciendo, es esta hacienda que he ido creando con mi sudor y con la alegría de haber descubierto lo sabroso que es comerse el plato de comida en la mesa, sin el sobresalto de que te andan persiguiendo porque tiraste un atraco o porque cayó preso algún convive de la pata y se le fue el yoyo, y te echó aquel camión de paja encima.

A ti te gusta preguntá. Ya te he dicho que yo nunca maté a nadie ni violé.

Sí, es verdad, robé, y bastante, mucho dinero a los que tenían; pero eran explotadores y alguien tenía que cobrarles su crimen.

Claro, todo ese dinero que recolectábamos, igual como llegaba lo botábamos. Ninguno de nosotros tenía entre su presupuesto guardar o invertir para, por si acaso, llegábamos a viejos.

Y bien vista la cosa es que, de la pata donde yo andaba, solamente queda uno, que es precisamente el que te está hablando. Cosas de la vida, como dice la canción. Pero ya te he dicho. Soy zanahoria desde hace, más o menos, doce años. Saca la cuenta, los que pasé en el hospital, luego el reposo, después los casi nueve que llevo en la montaña. Ya estoy sano y limpio. Eso creo.

El día de ir a buscar la piedra me levanté de madrugadita. Ya Miriam me había preparado la vianda, con mapuey sancochado, guaracara pintona y una asadurita de lapa, que habíamos cenado la noche anterior y que había dejado en un calderito al rescoldo del fogón.

Aunque el lugar quedaba lejos, dejé el burro en la casa y me eslané a pedal y bomba hasta llegar amaneciendo al lugar.

Cuando el sol despegó la neblina de la copa de los árboles, observé la algarabía de los pájaros, de los monos y otros animales que se despedían de sus nidos y madrigueras para salir a buscar el alimento.

El carpintero asomó su rojo copete y salió a una de las ramas corotas de un aguacate, donde había una casa de comején. Ahí escarbó un poco y regresó al nido donde crecían dos pichones que comieron las larvas con gran alboroto.

Después, el carpintero salió volando hacia el naciente. Esa era la señal para que yo abandonara mi escondite y empezara a subir el tronco, a hacer la operación que ya tú sabes tenía que hacer con los doce clavitos y la laminita de zinc, previamente preparados.

Subí con menos dificultad que el año pasado, usé unas cinchas parecidas a las que utilizan los electricistas. Tú sabes. Y llegué a la entrada de la casa y clavé los doce clavitos, dejándoles un pedacito afuera para facilitarle el trabajo al carpintero.

Me comí las guaracaras con mapuey y asadura de lapa. Mira, tienes que comer eso aquí en el monte, eso no lo vas a encontrar en ningún restaurante de las ciudades del mundo ni en los niuyores ni parisis donde y que cocinan sabroso.

Bueno, yo me comí aquello que fue lo único que gané en ese viaje de tanto sacrificio.

Te cuento:

El pájaro llegó. Encontró la casa cerrada y salió volando, esta vez se lanzó hacia el sur. Al rato, unas tres horas pasadas, regresó, y de una vez se puso a hacer su trabajo.

En una media hora ya había completado la tarea. Y yo atento.

Cuando sacó el último clavo, la laminita de zinc salió volando de un lado y el carpintero soltó la piedra.

Mira, yo la vi clarito

¡Se me paran los pelos al recordarlo!

La piedra caía, dejando un destello verde esmeralda al descender.

Me lancé en plonyón a agarrarla, antes que tocara el suelo y, en efecto, cuando la agarré, tirándome de maleta sobre el suelo limpio, sentí en mis manos el peso metálico de aquella piedra.

¡Lo había logrado!

La estrujé, como quien amasa un poco de barro para hacer una pelotita; y la sentía cálida entre mis manos.

Me senté con la espalda reclinada del árbol de mora.

Me respiré, en una sola inspiración, la montaña, para encontrarme de cerca con su misterio.

 Abrí las manos.

La ansiada piedra,

 ya no estaba en ellas.

Aquiles Silva F. 

 

 

 


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