Aquí les cuento | La piedra del carpintero (I)
11/07/2025.- Habrás de saber que todo lo que nosotros hemos aprendido en estos montes, donde la vida transcurre llena de paz, donde nosotros, al fin, hemos reconocido que el mejor camino para lograr la felicidad es el respeto que mostremos y practiquemos con el medio, con la naturaleza, con la humanidad cercana y lejana que nos rodea. Que nos reconozcamos como parte de ese universo.
Y mira que yo, tú me conoces de sobra. Vine a comprender todo esto a partir de los cuarenta años. Que fue cuando senté cabeza, si se quiere; y me vine a la montaña, de donde nunca debí haber salido, a tratar de recomponer mi vida.
No creas, mi viejo y mi mamá me lo decían todos los días:
—¡Hijo. Quédese aquí. Mire que hay bastante terreno, hay agua en las quebradas, lapa y acure para comer, jaibas y cangrejos que brotan de las hojas secas cada vez que vienen las lluvias!
Pero qué va. Uno cuando está muchacho cree que tiene al tercio aquel agarrao por la barba. Uno jura que nada malo le va a pasar.
Mira. La cicatriz.
Por ahí me entró la bala, dejó un huequito, un poquito más arriba del maruto. Pero adentro fue lo grande.
Pareciera que ese proyectil, al entrarme en el cuerpo, se convirtió en un papagayo sin cola y empezó a cabecear, a recorrer todo allá adentro, como quien pelea contra el viento; y me fue dañando: el hígado, el bazo, el páncreas, la tibia y el peroné (bueno, estos últimos yo no sé realmente dónde quedan. Tú que eres doctor me dirás! ¡Jajajaaja!
En el pueblo la gente me tenía miedo. Hasta los chamos que jugaban conmigo y estudiamos juntos hasta quinto en la escuela, ellos me sacaron el cuerpo después que me soltaron de la cárcel.
Yo no hice tanta maldad en la calle.
Pero después que salí del Razetti, donde permanecí cinco meses acostado y con una mano encadenada al copete de la cama, me dije:
—¡Bueno, viejo Jacobo. Ya está bueno de vainas!
Además, aunque hubiera querido seguir en mis andanzas, ya no tenía cómo.
Imagínate, orinando por una sonda en una bolsa. Esa vaina sí es incómoda y dolorosa; y evacuando por la barriga para otra bolsa. Y todo por una bala del tamaño de un grano de caraota guaracara.
¡Sí, hombre, los viejos compinches que se llevaron los maletines con los riales, esos ni por la casa pasaron, con el cuento aquel de que les estaban haciendo un seguimiento!
Ahí, cuando uno está en esa situación por más de tres años, pelando y viviendo de la lástima de los vecinos, tiene suficiente tiempo para pensar.
Yo me decía: ¡Aníbal, hay que ver que tú sí eres pendejo en realidad. Y mira que tenías a tus padres que velaban por ti y te dieron ejemplo de trabajo! Eso pensaba yo. Y se me salían hasta las lágrimas cuando recordaba que no pude asistir ni al velorio ni al entierro de mis viejos, que murieron de tristeza porque yo estaba pagando en la gran canaria.
En el pueblo fue un escándalo aquello del robo que le hicieron al malandro dueño del almacén. Ese gran carajo me acusó a mí de todo lo que le llevaron. Pero yo no tuve nada que ver en ese asunto.
Lo que pasó es que él quiso aprovechar la oportunidad de cobrarme un problema viejo que tuvimos por una muchacha hace más de veinte años, cuando todavía éramos unos zagaletones.
Tú sabes que tuve que salir huyendo en esos tiempos del problema del robo. Porque los investigadores llegaron a la casa, armados, cuando yo estaba recién salido del reposo. Como que iban a rescatar el Esequibo.
Menos mal que me entrenaba todas las madrugadas echando un trotecito hasta el mirador. Y poco a poco, con la tripa de tapara y comiendo raíces vegetales, mira que me fui recuperando.
Dijeron que me iban a tirar a la Guardia para que me bajaran del monte. Pero qué va, esos guardias todos están barrigones y les da flojera llegar hasta este conuquito que he ido haciendo.
Cuando pasaron ocho años de haberme internado en la montaña, me visitó una comisión de la Guardia Nacional. Pero eso no fue por nada de malandreo ni por el robo aquel, sino por una denuncia que hicieron, porque yo y que estaba talando la montaña.
Pero cuando vieron esta hacienda, con todos los árboles que he sembrado y esa plantación de cacao y café, cambures de todo tipo, ñame, mapuey, piña y todo lo que necesita la humanidad para alimentarse, lo que dijeron fue que Venezuela necesitaba unos dos millones de malandros como yo para que se acabara el problema del hambre y desabastecimiento.
Yo no te niego que me entró un fresquito en el alma cuando ellos me dijeron eso y respiré profundo y hasta ganas de darles un abrazo me dieron, pero me contuve.
No sé si fue aquel morral del pasado que me frenó, al recordar que ellos me quisieron sacar de circulación antes de que cumpliera los veinte años.
Pero bueno, ya que has venido a visitarme, y que, a pesar de tu rodilla bajaste esos dos kilómetros largos de cerro embarrialado, es bueno que deje de lao el tormento de mi pasado y me dedique a atenderte.
Por ahora vamos a hacer esta sopa de ñame con mapuey y ocumo y estos cangrejos que meten miedo.
Mira que a mi mujer no le gusta que yo coma sopa de estos bichos, porque dice que me pongo travieso por la cantidad de fósforo que le dejan a uno en el cuerpo.
Ella es una mujer trabajadora, tú la conoces; pero no le gusta mucho que le perturben el sueño.
Aquiles Silva