Estoy almado | Aquella idea de la sociedad del conocimiento
29/06/2025.- Hace algunas décadas había una idea tan fuerte como el dogma de una religión de casi dos mil años. Se creía que si el público tenía mayor acceso a la información, terminaba siendo más culto, consciente y humano. Abundaban las teorías al respecto, casi todas basadas en la tesis de la nueva sociedad de la información. Para ello, el internet y las tecnologías de la comunicación e información eran vendidas como las panaceas que presagiaban un futuro prominente. Ese apogeo ocurrió entre finales de siglo XIX y comienzo del nuevo. Pese a todo eso, el presente es otro.
El mundo se jacta de tener mayor acceso a la información, en gran medida, gracias al uso de teléfonos “inteligentes”. Organizaciones mundiales calculan que más de la mitad de la población mundial posee un smartphone. El dispositivo fue la llave de entrada para que cada quien, a su manera, y a su conveniencia, pudiera tener mayor acceso a la información del mundo que lo rodea. Hasta ahí todo parecía marchar bien.
Pero nadie esperaba el uso que le pudieran dar al teléfono, amén del impacto actual en nuestra sociedades. El mundo hoy no es má culto ni más humano o consciente. No somos una sociedad del conocimiento, como vaticinaban los libros en la universidad. Los dispositivos electrónicos, entre ellos el bendito celular, dividió al público en grupos clasificados según los intereses y gustos a granel. Eso facilita al mercado la venta de productos, servicios y también de ideas. En el camino, la información se hipermercantilizó; ahora se llama contenido. Eso fue clave, porque en el campo de la democracia, muchas personas aprendieron, con los creadores de contenidos y similares, que no es necesario saber la verdad ni respetar los valores que de ella se derivan. Las redes y plataformas digitales se encargaron de legitimar, como hecho comunicacional, el individualismo, los prejuicios y las visceralidades. Muy atrás quedó la comprensión de realidades necesarias, de los fenómenos sociales, políticos y económicos que nos afectan y nos unen como colectivos en un hilo invisible de sentires y pensares.
En términos de comunicación, estamos fragmentados. Mi madre no tiene por qué interesarle el mensaje y los contenidos que yo podría percibir en redes digitales. Es tan simple como que no accedemos a los mismos difusores de contenidos. No podemos coincidir diciéndonos el uno al otro: “Viste la noticia en la TV (...), escuchaste lo que dijo fulanito en la radio”, o “leíste lo que salió en el periódico”. Antes de comentar un hecho presuntamente noticioso (porque hasta la noción de qué es una noticia cambió), hay que desmontar como cuatro bulos o esperar que te cuente los contenidos más virales que vio, que no solo incluye contenidos que el algoritmo le suministra, sino también los videos y audios de los familiares, noveles creadores audiovisuales.
Arribamos, entonces, no a una sociedad del conocimiento gracias a la magia de la irrupción de las tecnologías de comunicación e información, como se esperaba. Estamos sumergidos en una sociedad del desconocimiento de realidades y visibilización de problemas básicos, y de sueños comunes desconectados el uno del otro. Ahora no hay mar de conocimiento disponible; hay lagunas, riachuelos de intereses y necesidades creadas y altamente distractivas.
Es la sociedad disgregada del desconocimiento. Nadie sabe del otro, a menos que seas de la misma secta que consume a diario las porciones de realidad desfigurada de algún creador de contenido que el algoritmo eligió para ti, porque seguramente le diste like a un material o lo visualizaste con una inusual atención prolongada.
Este artículo es un ejemplo. Si te llegó, tienes suerte de que el algoritmo haya elegido este contenido para ti.
Manuel Palma