Letra fría | Guerra intestina
27/06/2025.- Si no fuera por La conjura de los necios, aquella portentosa novela de John Kennedy Toole (1937-1969), publicada póstumamente en 1980, y ganadora del Pulitzer en 1981, no me hubiese atrevido —sin ánimos de comparación— a tocar este tema que me acaeció en los últimos días. Su personaje, Ignatius J. Reilly, arranca la historia de sus peripecias sentado en la poceta. No me habría aventurado a escribir de mis tres días en cama, sin picantes, ni mi adorable pimienta, ni el ron, ni los cigarros, y en la absoluta soledad de las dos pocetas de mi apartamento de la avenida Libertador.
Siempre he sido afecto a las pocetas, tanto más después de aquel episodio en que el Doctor Urbino, en la Cólera del Gabo, orinó sentado. En mis años más productivos, pasaba horas con ellas, leyendo los periódicos de papel de la época, lo que seguramente generó mis almorranas, que felizmente estallaron después de la vez que mi pana y artista de mi sello de entonces, HM Records, Jesús Soto, me llevó a comer sapoara y dorado en La Carioca, de Ciudad Bolívar. Las negras cocineras le trajeron siete picantes y él se comía los ajices enteros. Yo, para no quedarme atrás, mezclé los siete picantes (no todos juntos; unos primeros y otros después) en mis pescados. Al llegar a Caracas, después de dos días de sudores y dolores intensos, de manos resbalando por la porcelana del baño, le dije a Dilcia: "Si esta vaina sigue así, mañana me llevas a La Floresta".
Sin embargo, al pasar ese día por La Castellana, donde había un restaurante de carnes (hoy extinto) llamado El Carrizo, le dije: "¡Párate aquí!". Ella exclamó: "¡Tú lo que estás es loco!". "¿Loco? ¿Tú sabes el tiempo que voy a pasar sin comer churrasco, chinchurrias, chorizos y morcillas? ¡Porfa, compláceme! ¡Anda!". Los carajitos, Ligeia y Marcel estaban felices, porque les encantaban los tequeños que preparaban ahí, los mejores de la ciudad para esa época.
Así las cosas, llegamos a la clínica y el doctor Cogorno me pasó directo a pabellón. Resolvió tan bien el problema que más nunca supe de eso… hasta los primeros dolores estomacales, pero esta vez no eran al final del sistema, ¡sino en la tubería!
Mi abuela Remigia me habría dicho: "Eso es un daño en el estómago. Ni se te ocurra tomar Kaopectate, ni limón puro, hasta que el daño salga", y así actué. Entonces, me acordé de mi gran amigo Gustavo Cosson, un exrector de la Metropolitana y empresario exitoso del Country Club, que, una vez, en el Churchill de Maracay, sospechó que yo andaba en algo raro después de tres veces de ir al baño. "¿No me digas que tú también andas en esa vaina?". "No, chico. Yo me dejé de eso a los treinta y tres años… ¡No, vale! Yo lo que ando es de Chorrito a Coliseo". Y él me dijo: "¡No, poeta, a usted se le aflojó el barro!".
Aprovecho para rendirle el homenaje, que no le rendí, a su partida: Gustavo era un escándalo de afecto, amante del bolero y de la belleza femenina. Recuerdo con cariño las tardes en Members, cuando llamaba a los músicos del Juan Sebastian Bar a cantarnos en exclusiva; o las tardes en El Asador de Cortes, de aquel Juanito que me compraba la contraportada de la revista Fumador; o una vez que nos invitó a las corridas de la Feria de Mérida, con nuestro querido Carlos Moreán (a quien yo había conocido con su primera esposa, madre de sus talentosos hijos, mi adorada amiga María de Las Casas) y una bonita muchacha. Carlitos, jodedor siempre, me presenta a Teresita (o sería Elizabeth… ¡De pana que no me acuerdo!) y dice: "Poeta, te presento a mi próxima exesposa". Aunque no fueron tantas, hasta donde yo recuerde. Después de María, se casó con la primera actriz Carlota Sosa (junto a quien tuvo a su tercer hijo, Julio) y con Desirée Rolando, Miss Venezuela 1973.
Todo este edulcoramiento, al recordar a estos tres buenos amigos que ya partieron, va más por suavizar tan escatológico tema, que viene al caso por una dolorosa jornada que no le deseo ni a mi peor enemigo, aunque ya ni eso tengo. Los dolores abdominales fueron espantosos. El número uno y número dos, desbocados, te llevan a una situación de minusvalía. Las incontables visitas al retrete no te dejan ni dormir, y mucho menos escribir.
Esto lo estoy haciendo desde la cama, superincómodo, por cierto, pero no deja de ser un buen ejercicio, por si algún día vuelvo a ese estado de postración. ¡Dios me ampare! De lo único de lo que me percaté es de que mi adorada soledad tiene su caída, y después que uno vive tan dura experiencia, lo que queda es contarlo. Aunque no es un tema agradable, es verdad. Cuando le contaba a mi hija, me dijo: "¡Papá, estoy comiendo!".
Por eso, les agradezco a ustedes el haberme leído, aunque no conté prácticamente nada, porque esto se acabó.
¡Llévatela, Rosa!
Humberto Márquez