Aquí les cuento | Tus compañeros (I)
27/06/2025.- Ellos lo sabían todo. Y lo que en algún momento de la vida ignoraran, los mismos vecinos se prestaban solícitos a aclarárselo.
En esos espacios carentes de malicia, donde el compartir el pan y hacer juntos la pelota de trapo para jugar. Ir a los bosques y rastrojos a recoger la leña, a desgajar las pachas de monte, los cotoperices y castrar las colmenas. Eso era parte de la cotidianidad del pueblo. Y en esos espacios crecimos.
Las desigualdades siempre estaban a la orden del día. Los mayores la asumían como cosa natural y, en consecuencia, eran pocos quienes se aventuraban a rebelarse contra la corriente, que conducía a todos al despeñadero de la existencia, caracterizada por la carestía de todo lo necesario para llevar una vida digna.
Siempre hubo resistencia. Aunque Guaicaipuro, Tamanaco, Paramaconi, Cayaurima y tantos otros habían tributado su coraje al filo de la espada invasora. Les siguieron los hermanos africanos: Miguel, José Leonardo, Pedro Camejo y tantos otros sucumbieron al fuego y la horca.
Había que aleccionar la rebeldía. Someterla, hacerla morder el barro y ahogar sus gritos.
Gual, España, Miranda, Bolívar.
Hombres y mujeres marcharon hasta el lomo de los Andes a llevar las banderas y la promesa de plumas para volar a la altura de los cóndores.
Zamora y la leche para los infantes de los pueblos y caseríos. Santa Inés, el balazo de enero.
Al fin de la contienda, una niebla espesa aletargó las conciencias.
Toda la historia silenciada en los libros y en los bronces de las plazas, había que reinventarla.
Los héroes tenían que volver tras sus pasos. Y así fue como los hijos de los esclavizados y excluidos de antes trataron de aprender las palabras que permearan el camino hacia las profundas raíces del conflicto eterno.
Todos corrieron a las escuelas a buscar los contenidos, a teñir con carbón las hojas blancas para iniciar la reconstrucción del discurso. Para encontrarle sentido a las proclamas y descubrir los signos de la esperanza.
Los primeros humildes se hicieron técnicos, enfermeras, mecánicos, secretarias, banqueros, azafatas, maestras y maestros.
El Estado tendría que apaciguar las protestas, repartiendo entre los más una subalterna porción de la riqueza recibida por la venta, en barriles, de la soberanía.
En las ciudades, los liceos y universidades eran los espacios para el debate. Los libros llegaban a las manos de los hijos de obreros y campesinos. Los maestros, llegados antes, orientaban las lecturas y se llamaban las cosas por su nombre.
El pueblo empezó a descubrir y nombrar sus autores, los de afuera, quienes habían luchado y escrito sus experiencias, quienes aún plasmaban las imágenes en los periódicos con nombres tan extraños; pero al fin de cuentas eran los mismos obreros, los mismos campesinos explotados del mundo que levantaban banderas, herramientas trocadas en armas para conquistar el derecho al grano de trigo que regaban con su sudor.
Ese grito, esos cantos, esos himnos se hicieron patrimonio de los pobres del mundo y al llamado de “Proletarios del mundo uníos” se siguieron sumando las voluntades y los pueblos en la búsqueda de un mundo mejor, donde la solidaridad y el trabajo sin azote fuesen el insumo de la construcción colectiva de la vida digna, alegre, llena de cantos y caricias.
Empezaron los pueblos a interpretar las leyes. Las constituciones llenas de garantías y bondades, en blanco y negro, que auguraban los diversos y hermosos colores de los sueños.
Los abuelos habían acudido a las batallas. No quedaba sobre tierra americana ni uno solo de los conquistadores después del nueve de diciembre.
Las banderas recorrieron de vuelta los empedrados y gélidos caminos, ya sin la muerte agazapada en los recodos.
Libres al fin.
Luego, en lugar de transformar en arados los cañones, hubo que enyuntarse de nuevo al carro de la guerra para limpiar la casa.
Habíanse trocado los oficiales de la gesta en los nuevos amos de la tierra.
Los decretos de libertad de los esclavizados fueron llevados a la hoguera, donde se fraguaban nuevas cadenas.
Vino el reparto de la tierra. Cada amo herraba hombres y ganados, alinderando de horror los territorios.
A ti y a mí. Los mismos chamos, que sumábamos viejas franelas y calcetines nones para hacer las pelotas del patio, nos separaron.
Empezamos a reconocernos como legítimos y naturales. Como calzados y descalzos.
Al lado de la plaza las iglesias, indignas sobrevivientes de la guerra, seguían domesticando las almas para dejarle el problema a aquel personaje que todos nombran y cuya inutilidad manifiesta comprobamos cada vez que las bombas asesinan a inocentes.
Desde las universidades, los jóvenes volvieron a sus pueblos y se hicieron maestros y profesores de los liceos que empezaron a crearse en los territorios.
Un nuevo libro comenzaba a escribirse, una nueva historia empezaba a compartirse y a contrastar textos y leyes, con las vigentes y sufridas carencias que la realidad anteponía como muro infranqueable a los sueños.
No cesaron las discusiones que congregaban multitudes en torno al árbol de los cuentos. Había que seguir. Y poco a poco comprendieron que a mucho perder en ese intento, perderían las cadenas, menos gruesas y aún más pesadas que las que llevaron los abuelos.
Aquiles Silva