Micromentarios | Con un arma en mi nombre
24/06/2025.- Tengo un impedimento lingüístico: no puedo conjugar el verbo desarmar —especialmente, su gerundio—, sin sentir que atento contra mi vida.
Me parece una especie de suicidio vocal, un atentado, por tanto, no solo contra mi persona, sino contra mi esencia, mi sustancia.
Hablando en serio, hay algo en los nombres que parece ir más allá de nosotros y trascendernos. Con los años, llegamos a sospechar que su asignación no fue fortuita.
En mi caso, la elección de Armando vino dada por la admiración que sentían mi madre y mi abuela materna por el pintor Armando Reverón. En los días previos a mi nacimiento, fue objeto de un reconocimiento y tal acto significó mi salvación.
Mi madre, luego de haber leído el poema épico La araucana, del escritor español Alonso de Ercilla, quiso llamarme Caupolicán. Mi abuela estaba empeñada en darme como nombre Jorge.
Sin embargo, no tengo ni he tenido nunca cara de Caupolicán, y mucho menos de Jorge.
Como no se ponían de acuerdo, decidieron elegir un tercer nombre y coincidieron en Armando, porque mi abuela había conocido a Reverón en su castillete del pueblo costero de Macuto, en el hoy estado La Guaira.
Este nombre se adecúa a las líneas de mi rostro y a mi manera de ser. Lo complementa, además, el José que lo acompaña. No me imagino con otro u otros apelativos.
Por cierto, tengo una anécdota relacionada con mi nombre, vivida no recuerdo hace cuántos años. Debió ser en 1998 o 1999.
Al momento de pasar bajo el detector de metales en el Aeropuerto Internacional de Barajas —el que sirve a Madrid—, de regreso a Venezuela, sonó la alarma.
Me detuve e hice mentalmente el inventario de mis objetos de metal: llaves, un bolígrafo, la hebilla de la correa. Ya no llevaba ninguno. Todos habían desfilado ante los rayos X y los bolsillos de mis pantalones, así como su (mi) cintura, estaban desprovistos de ellos.
Retrocedí y pasé de nuevo. Otra vez la alarma.
Fui cacheado por un agente con cara de haber asesinado a no menos de dos docenas de personas por situaciones de menor importancia que aquella, y no encontró nada.
Como último, o penúltimo, recurso, no sé, me sometieron a un escáner de mano, portado por una oficial de policía aeroportuaria —por fortuna, de buen talante y mejor humor—, quien me revisó de arriba a abajo con lentitud y determinación.
En el escáner manual titiló una luz roja.
La agente me preguntó si yo tenía una pieza metálica a manera de cráneo. Lo negué y, en ese momento, comprendí el fantástico motivo por el que mi persona hacía saltar la alarma en forma de puerta. Sé que esto sonará a realismo mágico, pero las cosas sucedieron tal como las voy a contar.
Se lo dije. La oficial sonrió, de donde deduje que tenía buen humor:
—A lo mejor, lo que hizo sonar la alarma fue mi nombre: me llamo Armando.
Para probar que esa era la tan curiosa razón para hacer sonar la alarma de metales, le propuse someterme de nuevo al detector principal y, voilà, esta vez se mantuvo en silencio.
Desde ese día estoy consciente de que porto, sin licencia, un arma en mi nombre.
Armando José Sequera