Aquí les cuento | Esas morocotas (II)

20/06/2025.-

—¡Que vaina Ñato! ¡Tuvieron que matar al pobre Leoncio Tuche! ¡Eso fue un crimen!

—¡Claro que fue un crimen! ¡Pero a nadie le interesaba ese pobre hombre!

Leoncio Tuche era el único sobreviviente de cinco hermanos que vivían en el sector de Arena, donde hicieron el entierro.

Rubenlao Pedrique lo tenía como peón en la hacienda y poco a poco lo fue trabajando hasta llevarlo a realizar aquella enorme fosa donde metieron el cajón con los reales. Varias noches invirtió Leoncio haciendo aquel enorme agujero. Rubenlao Pedrique le preparaba todas las tardes un avío con queso de año, carne asada, casabe y una tapara de ron para que espantara el culillo.

Y poco a poco fue logrando el cometido de hacerlo lo mejor posible.

—¿O sea, Ñato, que tú vienes siendo así como primo del famoso terrateniente que enterró los riales?

 —¿No te lo estoy diciendo?, ¿que ese carajo era hijo de mi bisabuelo?

—¡Ah, ahora entiendo el interés tuyo en sacar ese entierro, porque los desgraciados dejaron a tu abuelo, a tu padre y a ti en la peor de las peladeras!

—¡Bueno, ahí te lo dije! ¡Era la propia rata ese Rubenlao! ¡Pero no creas, mi abuelo lo bajó de la mula más de una vez!

—¿Cómo fue eso, Ñato?

—¿El viejo, papá de Rubenlao, mandaba a mi abuelo, desde chiquito, a buscar una cuartilla de morocota a la casa de su hijo y antes de entregársela le preguntaba si la cuartilla era rasa o colmada. Y mi abuelo le decía que se la enviara colmada.

Y luego le pasaba la mano y las que estaban por encima de la línea de la cuartilla se caían. Ahí, mi abuelo, cada vez que lo enviaban a hacer esa diligencia, que sería unas dos veces al año, se quedaba con varias morocotas que las iba enterrando por los lados de Las Cocuizas.

Yo no sé si tú te enteraste del entierro que sacó el chivato hace como cuarenta años. Esos eran los riales que mi abuelo le quitaba a Rubenlao. Pero para nada, porque hasta que se murió mi abuelo vivió muy pobre y nunca se le vio ni siquiera un par de alpargatas buenas ni un sombrero que comprara con tanto oro que logró reunir en esos años.

Los otros dos peones: Samuel Pinto y el Catire Castro se quedaron quietecitos, ellos nunca comentaron aquel crimen que se cometiera en sus narices. Ese secreto se lo llevaron a la tumba. Solamente mi abuelo le comentó a mi papá sobre aquel suceso. Ya que, cuando Rubenlao Pedrique se encontró con la muerte, la vez que lo fueron a robar y trató de defenderse con un machete, le sonaron un tiro de escopeta, justamente en el patio de su casa, donde vivía solo, porque era tan pichirre que ni una mujer se buscó el gran carajo.

Mi papá me refirió el lugar exacto donde se hizo el entierro. Yo tenía ya como cuarenta años cuando él me informó sobre el entierro. Yo le pregunté que por qué no me había informado antes sobre ese asunto. Imagínate, a la edad de veinte años. Ah. Ahí me respondió que cuando los muchachos están jóvenes inventan muchas loqueras y por eso esperó a que yo estuviera más grandecito y tuviera un poco de seriedad en esos asuntos.

Y como te dije: La primera vez que intentamos sacar el entierro, lo único que logramos fue desenterrar los huesos de Leoncio Tuche, los que tuvimos que llevar a enterrar bien lejos. A unos ocho kilómetros de Arena.

Eso porque el espíritu del guardián no permitiría que sacáramos ni una pala de tierra si estaba por ahí penando y escuchando el golpe del pico contra las piedras. Es una vaina de locos, pero es verdad lo que te estoy diciendo.

Así fue que realizamos el primer intento. Y ya tú sabes los resultados. No logramos sacar ni un solo centavo.

Los compañeros que llevé aquella vez eran todos, aparentemente, buenas personas, pero cuando estábamos en plena faena, seguro que empezaron a hacer planes en su cabeza, todos marcados por el egoísmo. Y cuando llevábamos como dos metros y medio de aquella fosa, en procura de llegar al cajón, ocurrió que apareció aquel caballo.

—¿Qué caballo, Ñato?

—¡El caballo más hermoso que he visto en la vida! Aquel animal bien aperado, con riendas, frenos, estribos y una silla hermosísima; se acercó corriendo hasta donde estábamos nosotros cinco: tres abajo y yo arriba, alumbrando y jalando los tobos de tierra con otro de mis compañeros.

Después de que aquel caballo corriera a todo galope y frenara justamente en la orilla, tirando tierra y piedras sobre nosotros, empezó a soplar un viento helado que nos produjo un pánico enorme.

Salimos a ver al animal que se perdió en un carrerón hacia el oriente.

El sol ya teñía de naranja los montes y se desprendió un aguacero que rellenó con agua y tierra el trabajo que habíamos realizado. Esa fue la primera experiencia con ese entierro. Pero estoy seguro de que contigo lo vamos a lograr. ¡Ya sabes!

Aquiles Silva

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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