Letra fría | Dolor por Juan Calzadilla

20/06/2025.- Una oleada de dolor nos invadió el domingo 15 de junio por la triste noticia de la partida de nuestro querido Juan Calzadilla, gran poeta, editor, artista plástico, curador y crítico de arte venezolano, cofundador de la vanguardia de los años sesenta, El Techo de la Ballena. Algo parecido nos ocurrió con el otro querido ballenero, Daniel González, de quien hemos escrito varias entregas a raíz de su actual exposición en el Museo de Bellas Artes. Con Daniel, Juan organizó los primeros salones de arte informalista que se llevaron a cabo en Maracaibo y Caracas.

Alguna vez le preguntaron cuál era la relación entre su poética y su pintura. Él respondía:

No me pasa por la mente que pueda haber una separación de ambas disciplinas cuando poesía y plástica se asumen como formas atípicas de la escritura. Es igual a como cuando trato de explicar por qué me expreso indistintamente en prosa o verso, o en el ensayo y la poesía, o en esto o aquello…

Para Juan, la poesía no era de estricta obligación que estuviera escrita en verso medido y rimado, como era lo usual. Insufló seguramente sentencias como esa a sus jóvenes discípulos, que eran hartos en todo el país. Por eso, me quiero detener en el texto Del taller inicial al taller de Juan, que colgó la poeta Nereida Azuaje, con una afectuosa esquelita: "Un testimonio amoroso que César Seco nos da sobre ese hombre enviado de Dios que se llamó Juan". César hace una reláfica de talleres, a los que no era muy aficionado porque ellos se negaban a ser moldeados, encorsetados, a "escribir como señoritos". Sin embargo, hicieron algunos talleres con maestros del patio coriano. "Sin embargo, un buen día nos vimos participando en uno dirigido por Paúl González Palencia, el poeta de hábitos y olor confuso de los climas". Por ahí pasaron —en la formación, digo, de aquellos jóvenes poetas— Enrique Arenas, Darío Medina, Curiel, Queremel, Domínguez, Fernández Oviol, Lydda Franco y Álvarez, entre otros de Falcón, hasta que apareció Dámaso Ogaz, artista chileno de vanguardia, otro de los miembros de El Techo de la Ballena,

… ese señor bigotudo y de chanclas de abuelita, al que el solo visitarlo era ya algo más que un taller. Era un "mezclaje" [César Chirinos dixit] de géneros artísticos, incluso algunos desconocidos por nosotros hasta entonces, como el mailart, todo un adelanto para lo que hoy pasa como arte digital.

La introducción de sus reflexiones es más larga y nutritiva, pero lleguemos a Juan, que es adonde quería llegar. Sigamos con Cesar Seco:

Por años, fuimos a encuentros, simposios, seminarios, ferias y festivales, pero nos ausentábamos de los talleres programados, no por menospreciar a quienes los dictaban, sino que no nos llamaban la atención. Hasta que, un día, Juan Calzadilla nos visitó en la Casa de la Poesía con la intención de abrir un espacio/taller de poesía para jóvenes. Por supuesto que, como directivos en ese entonces, tratándose de él, accedimos de inmediato, con el mayor respeto. No participamos, pero bastó acercarnos una sola vez a la puerta donde se daba el taller para gozosamente constatar la libertad plena y total de creación, a la que él mismo se sumaba como un participante más. Esto nos pareció de lo más informal, pero a su vez muy serio y con objetivos, si bien no definidos como programa. Cada participante iba descubriendo en sí, en lo que vivía y en lo que escribía. Hoy, en medio del pesar por su desaparición física, esta especie de recuento sobre mi experiencia en talleres literarios me lo devuelve con su modo muy particular de caminar y la inclinación de oído que hacía cuando uno le estaba hablando. Su taller es hoy una escuela nacional. Antes, puedo decirlo, de su taller en la Casa de la Poesía de Coro, surgió toda una generación que le ha dado continuidad a la poesía de la ciudad solar.

Entre los testimonios que también me conmovieron, estuvo el texto Juan Calzadilla, cultivador de tomates, de su hermano Pedro Calzadilla Álvarez. Fue una bella historia que arrancó el viernes 1.° de octubre de 1948, en el liceo Ramón Buenahora de Altagracia de Orituco, al salir de Castellano y Literatura, la última materia de la semana. Para hacer el cuento corto, Juan lo estaba esperando a la salida para ir al hato La Fortuna.

La Fortuna era una pequeña finca, a lo sumo de unas tres hectáreas, situada muy cerca del pueblo, a unos cincuenta metros de La Playera, después de pasar el río, allí donde comienza la vieja carretera a Botalón y a San Rafael. Fue una propiedad de mi abuelo Alejandro Álvarez Romero, fallecido unos años antes, y administrada por uno de sus hijos, de nombre Rodrigo Álvarez.

El cuento de Pedro incluyó el diálogo pertinente:

—Te estaba esperando para que me acompañes a La Fortuna.

Sorprendido, le respondí:

—¿Para La Fortuna? ¿Un viernes a las 5:00 de la tarde? ¡Tú lo que estás es loco!

—Espera que te explique…

Para contextualizar, la familia se había mudado a Caracas y los dejaron en casa de la abuela Carmela. Los padres le permitieron a Juan quedarse para finalizar su bachillerato en Altagracia. En ese tiempo, el bachillerato se cursaba en cuatro años, y Pedro logró convencerlos de quedarse también.

El asunto es que Juan había conseguido permiso del tío para sembrar tomates en una pequeña parcela, asoció a Pedro y, después de casi tres meses, finalmente se logró la cosecha. Sin embargo, a despecho de ambos, los pulperos no compraron los tomates, porque las señoras del pueblo los sembraban en los patios de sus casas. La conclusión de Pedro fue que Juan se refugió en la poesía para resarcirse del fracaso económico.

Para cerrar, varios de los amigos colgaron el poema Epitafio. El primero en hacerlo fue "el Catire" Enrique Hernández-D’Jesús:

 

Epitafio

En mi entierro iba yo hablando mal de mí mismo / y me moría de la risa. / Enumeraba con los dedos de las manos / cada uno de mis defectos // y hasta me permití delante de la gente / sacar a relucir algunos de mis vicios / como si me confesara en voz alta / y en la vía pública.

Comprendo que esto no es usual en un entierro / ni signo de buen comportamiento. / Un ciudadano cabal, aun estando muerto —cuando es él el centro de la atención— debe guardar las apariencias / y cuidar de no exponerse al ridículo.

 

Humberto Márquez


Noticias Relacionadas