La miss Celánea | Sobre medios de comunicación
e industria cultural en tiempos de guerra
18/06/2025.- Antes de que la internet se hiciera presente en cada instante de nuestras vidas, en esa época cuando los que hoy nos llamamos millennials teníamos alrededor de quince años, muchos jóvenes usábamos como medio de contacto con el mundo la televisión por cable, la radio, las revistas, curiosidades hoy casi en desuso que representan para la gente de mi edad lo que hoy es el Netflix, el TikTok, el Spotify, para quienes nacieron del 2005 para acá.
En ese tiempo, la inmediatez era todavía algo desconocido para las personas, en términos de acceso a la información y de su transparencia, al menos. El hombre había pisado la Luna treinta años antes y, sin embargo, la única manera de nosotros los jóvenes enterarnos de la existencia de un ente colonial y asesino llamado Israel o conocer una descripción objetiva de quién era Yasser Arafat, era ver un programa de televisión que se llamaba Dossier, que pasaban tardísimo por las noches en algún canal nacional y que era dirigido por un hombre con una voz engolada, una forma de hablar como de otro siglo y un parche negro en el ojo, como los piratas de los cuentos infantiles, cosa que no mucha gente de mi edad estaba dispuesta a hacer. En su lugar veíamos canales de televisión donde pasaban la música de moda 24 horas al día, o canales dedicados a mostrar lo más hermoso de la naturaleza o novelas colombianas superentretenidas que eran el equivalente a los doramas de hoy. Nos encantaban los programas de concursos y la hora semanal de atención que los padres con trabajo de oficina nos regalaban a sus hijos adolescentes en esa época consistía en ver un programa llamado Quién quiere ser millonario, que semana a semana se encargaba de demostrarle al país entero que si fuera por nuestros conocimientos en cultura general, no íbamos a salir de abajo nunca en la vida.
En la radio se escuchaba mucha música de muchos tipos: música gringa por montones, hits caribeños bailables, alguna que otra banda latinoamericana, la españolada simpática de moda. La chatarrita, la canción clásica de algún mariachi bigotón y buenmozote muerto como cuarenta años atrás, de vez en cuando un Gualberto Ibarreto, un Simón Díaz, un Reinaldo Armas, un Franco De Vita, un Ricardo Montaner: música de telenovela, lo máximo a lo que podíamos aspirar en cuanto a un acercamiento a la cultura y tradición musical venezolana. Y todo eso siempre así, lavadito, digerido, preparado para ser escuchado y no calentar mucha cabeza. Luego, con Chávez, nacieron las radios comunitarias y hubo como un renacer de la Radio Nacional de Venezuela, y esa fue una época en la que en la radio podía uno enterarse un poco más fácilmente de algunas cosas, escuchar ciertas canciones y que hubiera un locutor que medio te contara el contexto histórico en el que se escribió esa canción, pero eso solo pasaba en medios muy pequeños, alternativos y abiertamente disidentes de los discursos hegemónicos. Las radios más poderosas, las más chéveres, eran y siguen siendo hoy generadoras de contenido idiotizante, reproductores del mandibuleo y la ridiculez del sifrinaje capitalino del país, instrumentos de manipulación y control social al servicio de sus dueños. Y los dueños y sus intereses son los mismos, igualitos, aquí, allá y en todas partes.
Pero retomo el cuento: cuando yo tenía como 15 años era común que los jóvenes nos [in]formáramos a través de las revistas, que las había para casi cualquier tema: fotografía, manualidades, historia, ciencia, chismes, moda, animé, sexualidad, salud, acampada, decoración de interiores, pintura, política, jardinería, pornografía, automóviles y cualquier otro tema que una persona se pudiera imaginar. Entonces yo me pasaba semanas haciendo caminatas de tres kilómetros del colegio a mi casa, bajo la abrasadora pepa de sol de Guatire, con uno que otro amigo realengo y mi hermana dos años menor que yo, para ahorrar el dinero del pasaje y con ello comprar alguna revista que me gustara. Con toda la vergüenza del mundo tengo que admitir que la mayoría de las veces compraba unas revistas que se llamaban Tú, y que eran todo lo contrario a lo que cualquier feminista quisiera que su hija leyera: las revistas Tú eran el manual completo sobre cómo convertirse en una mujer al servicio del capitalismo, el patriarcado, la heteronormatividad y la hegemonía, que es decir la misma cosa, pero no mencionaban ninguna de estas palabras. Era una revista coqueta para niñas coquetas y hormonales. Una revista sobre cómo conseguir novio o cómo reírse tímidamente de las ridiculeces más insustanciales a las que una jovencita pudiera dedicarle su existencia. Una revista en la que no se hablaba de política ni de historia ni de poder ni de opresión, y solo se mencionaba a los hijos de los reyes en encuestas sobre cuál era más guapo, con cuál seríamos románticamente compatibles según nuestro signo y cosas así. Una mierda de revista, y esa mierda de revista era la que me gustaba a mí.
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Mientras yo leía revistas Tú a principios del milenio, en Palestina se desarrollaba la Segunda Intifada, el estallido de un pueblo llevado al límite del enojo después de medio siglo de opresión, abuso, robo, violación y despojo de sus derechos humanos. No me enteré de eso ni tuve acceso a información que me explicara por qué cuando la gente de mi generación hablaba de los pueblos árabes lo hacía en términos de terroristas, aunque fuera en chiste, en lugar de hablar sobre cultura, ciencia, historia, poesía, música y expresiones culturales tan poderosas que incluso influyeron sobre el lenguaje que hablamos de este lado del charco, mucha de nuestra música, nuestra matemática y hasta nuestras inclinaciones monoteístas.
Estaba demasiado entretenida leyendo revistas Tú y no entendí que me habían acostumbrado a la idea de que la gente en esos países era diferente a “nosotros”, ajena, como si vivieran en otro planeta, y que por eso “nosotros” no debíamos preocuparnos por su bienestar. Al dejar de leer revistas Tú fue cuando me enteré de que ese nosotros no me involucraba ni a mí ni a mi país, ni siquiera a la cultura latinoamericana a la que pertenezco, y también fue por ese entonces que me enteré de que ese Tercer Mundo con el que siempre se referían al hablar de pueblos como el mío, no tenía que ver con lo polvorientas que pudieran ser las calles de Guatire, sino con el pedazo de papel que nos había sido impuesto ante los fenómenos mundiales: el de deplorables parcelas al servicio de un Occidente que se había adjudicado el poder sobre el mundo entero a punta de mentira, guerra y un despojo cultural e ideológico que, por cierto, se ejecutaba a través de aquellas radios frívolas, aquellos programas de televisión vacíos, aquellas canciones gringas que tanto consumimos las personas de mi edad por aquel tiempo y, por supuesto, de la revista Tú.
Defendernos de esa industria cultural y de los planes para los que estaba diseñada toda esa maquinaria era muy difícil. Aunque hubiéramos leído libros de Historia en lugar de la revista Tú, no habríamos estado preparados para el momento de ver estallar en tiempo real lo más parecido a una guerra mundial que nuestra generación ha presenciado hasta ahora. Ser espectadores de los acontecimientos recientes, incluso desde la comodidad de nuestras pantallas, es escalofriante y paralizador. Es darnos cuenta de que mientras leíamos en internet teorías conspirativas sobre hombres lagarto y celebridades muertas sustituidas por sus dobles, el orden colonialista, opresor, imperialista impuesto por Occidente bajo el liderazgo de Estados Unidos de Norteamérica conseguía el beneplácito de los mismos saqueadores europeos de siempre y la colaboración de unos cuantos pueblos árabes, no solo a través de la desestabilización de sus naciones, como hicieron con Irak, Libia y Siria, sino también con la compra de las voluntades de muchos de sus dirigentes, y darnos cuenta de todo eso es también entender que la plata de toda esa operación la puso la misma élite supremacista que nos lavó el cerebro por décadas a nosotros, a nuestros padres, a nuestros abuelos, a través de toda la propaganda ideológica que consumimos con abnegada religiosidad, y mejor no hablar sobre religiones, porque los cuentos que se contaron los judíos y los evangélicos sobre el fulano pueblo elegido por Dios es tan perverso, que si en alguna dimensión paralela este mundo llega a ser dominado por el sionismo, después de exterminarnos a todos los “inferiores”, los “superiores” van a terminar exterminándose entre ellos, cuando se den cuenta de que nadie los eligió para nada que no fuera ser partícipes de una masacre conveniente a unos pocos, poquiticos sociópatas millonarios y su séquito de incestuosos, violadores y pedófilos.
Cuidado con las revistas Tú de los tiempos actuales. La propaganda en estos tiempos es mucho más fiera de lo que jamás lo había sido y no hace falta que ahorremos durante una semana para dejarla acceder a nuestras mentes.
Malú Rengifo