Micromentarios | una madre de siete años
17/06/2025.- En una visita que hice al colegio Domingo Savio de La Asunción, capital del estado Nueva Esparta, viví uno de los episodios más hermosos de mi carrera como escritor de libros para niños y jóvenes.
No recuerdo si fue en 2007 o 2008. Me llevó allí la Editorial Alfaguara.
La visita consistió de varios encuentros con estudiantes de 3°, 4°, 5° y 6° grados que habían leído mis libros Teresa y Mi mamá es más bonita que la tuya, y la respectiva firma de ejemplares.
Como en la cancha techada de la institución había una venta de libros de varias editoriales, tuve una sesión adicional de autógrafos, sentado en un banco de madera.
En cierto momento, se me acercó una niña de no más de siete años y se sentó a mi lado. Tras saludarme, me regaló un Prestigio, una golosina que lamentablemente Nestlé dejó de fabricar y vender en el país. Ahora solo se consigue en Brasil. Es una exquisitez alargada, con una fina capa de chocolate de leche, rellena con coco rallado.
Como firmaba un libro y tenía otros dos en espera, tomé el Prestigio y lo guardé en el bolsillo de la camisa.
—¿No te lo vas a comer? —me preguntó la niña.
—Sí —contesté—, cuando termine de autografiar estos libros.
Eso hice y los devolví a la elegante dama que me los había entregado, trajeada en el agobiante calor de la mañana neoespartana como para una recepción nocturna de embajada, con un modelo blanco con rayas negras.
Entonces tomé la golosina y, tras ofrecerle un trozo a la niña, que no aceptó, mordí la mitad y empecé a masticar.
La niña, cuyo nombre lamento que se haya extraviado en mi memoria, preguntó:
—¿Te gusta?
—Sí —respondí, aunque mis palabras escaparon a duras penas de la sabrosísima masa de chocolate y coco que giraba festiva entre mis dientes—, es mi dulce favorito.
La niña me observó durante algunos segundos y, de improviso, se marchó corriendo. Se dirigió a la edificación donde funciona el colegio.
Terminé de engullir aquel paraíso comestible y me dispuse a firmar otro libro para una adolescente parada ante mí.
Tan pronto lo hice, vi aparecer de nuevo a la niña, que corría de vuelta hacia donde me encontraba. La adolescente a la que acababa de autografiar el libro me hizo una pregunta y le respondí.
Mi respuesta concluyó justo cuando la niña se sentó otra vez a mi lado:
—Toma —me dijo—. Pensé que te daría sed.
Me entregó una botella de agua mineral y una sonrisa que se me quedó impresa en el alma, supongo que por el resto de mis reencarnaciones.
La abracé y le di un beso en su mejilla derecha, conmovido y rendido ante tan descomunal gesto de cariño.
Sonó el timbre que anunciaba el fin del recreo y la niña se marchó, dando pequeños saltos.
Lo que más me conmovió fue que esa niña —que por la edad podía ser mi nieta—, por unos minutos me trató como si yo fuera su hijo.
Armando José Sequera