Aquiles cuento | Plumas al viento (II)
06/06/2025.- Verás que mi timidez es la de quien siempre ha sido espantado de todo contacto amigable con los humanos. Aquí me mantengo discreta. En el balcón de este apartamento de al lado, porque unos trabajadores llegaron hace unos días, con sus ruidos, con los aparatos que perforan paredes y exhalan bocanadas de polvo hacia la calle.
Es cuestión de espacio. El que necesitan ustedes para vivir, en sus habitaciones y el que tenemos nosotros impreso en la memoria celular de nuestro clan.
Esta casa, creada por los humanos, solamente preserva la altura de nuestra ceiba madre. Si cuentas los doce pisos, donde platicamos este mediodía, notarás que se alza a más de treinta brazadas desde el suelo.
Así era el tronco firme de nuestra casa. Desde allí se desprendían las ramas hacia el cielo, como brazos extendidos en todas direcciones para abrazar las nubes que bajaban desde el cerro.
Puedo decir que somos afortunados: Tú por encontrar por primera vez en tu vida, y en el mero centro de tu ciudad, el nido que cuido con celo. Y yo, porque lo has respetado, ni siquiera lo tocas y me cedes de buena gana la jardinera que sirve de asiento a mis dos posturas. No tengo miedo de ti, estaré feliz si sigues ofreciéndome tu sonrisa e invitándome a continuar el ciclo hasta la eclosión y más allá. Serán dos mis polluelos o mis zamurelos, como tendrían que llamarnos cuando estamos recién eclosionados al sol.
Nuestra vida está bordada de consejas. Nuestra maternidad llena de misterios. Siempre fuimos discretos como especie en cuanto a la reproducción. Por ello, los más avezados chamanes eran quienes podían de vez en cuando tomar una de nuestras ñemas para realizar actos de curación, pero, eso sí, de los nidales que tuvieran la tercera postura, porque nunca podemos poner más de tres como las otras aves que tienen muchos. Nosotros no nos llenamos de hijos, porque cuando la prole es muy grande cuesta mucho educarlos y, en eso, nosotros, la familia de zamuros que poblamos estos cielos, somos muy celosos de que las nuevas crías no se desvíen de la función honrosa que la naturaleza nos asignó.
No creas que no he pensado en que pudieran tomar mis huevos para hacer cosas que la gente cree que puede lograr, unos para curar y otros para matar a sus semejantes. Los indios usaban la cáscara para tostarla y dársela a beber a los sufridos de asma y otras enfermedades.
Ahora en estas tierras desaparecieron los chamanes, fueron sustituidos por gente que hace negocios con la desesperación de los sufridos, haciéndolos gastar lo que no tienen para calmar sus dolencias, más del alma que del cuerpo.
Rafael Vegas me había contado hace más de veinte años la magia de la piedra del zamuro, que consiste en cazarle el descuido a la zamura y tomar los huevos del nido: los dos o los tres, que es lo más que ponen; luego los llevas a hervir hasta que se sancochen. Después de eso los regresas a su lugar. Ella seguirá su proceso de incubarlos.
Cuando se cumpla el plazo máximo de incubación, que son cuarenta y un días, ya no podrán salir los críos, ya muertos y endurecido el interior de su habitáculo. El ave, al no poder ver el natural final del ciclo reproductivo, volará lejos, muy lejos, a procurar una piedra muy singular. Con ella romperá la cáscara de los huevos y al encontrar en el interior la tristeza, abandonará su nido y emprenderá vuelo para siempre lejos del tronco donde habitara desde el comienzo de los tiempos.
El ave dejará la piedra en el nido abandonado. Tú la tomarás y con ella podrás abrir todo candado, puerta, caja fuerte o cualquier otro obstáculo que te impida entrar para tomar lo que en el interior se resguarde. —¡Quien se ponga en esa piedra, mira que tiene la vida resuelta!, afirmó el confidente.
Claro, son los cuentos que no abandonan el pensamiento de quien les narra.
Al llegar al tronco del piso doce, donde está la jardinera, de la mano de su sonrisa acudí a conocer la nidada. Mi conductora me la presentó y la vi a escasos tres metros. Ella es la madre. —¡Ven preciosa, aquí están tus zamurelos esperando tu calor!
Ya me he ido acostumbrando a la mirada de Rosa. Ella tiene su rostro lleno de alegría, se nota, a simple vista, que comprende lo importante de ofrecer un pedacito de su corazón: para calmar el hambre de afecto que tienen las criaturas de la Tierra.
Me siento segura aquí en este tronco de concreto donde, en esta jardinera de su balcón, me aventuré a anidar mis sueños de vuelo.
Aquiles Silva.