Microcomentarios | Con un arma en el nombre
03/06/2025.- Tengo un impedimento lingüístico: no puedo conjugar el verbo desarmar —especialmente, su gerundio—, sin sentir que atento contra mi vida.
Me parece una especie de suicidio vocal, un atentado, por tanto, no solo contra mi persona, sino contra mi esencia, mi sustancia.
Hablando en serio, hay algo en los nombres que parece ir más allá de nosotros y trascendernos. Con los años llegamos a sospechar que su asignación no fue fortuita.
En mi caso, la elección de Armando vino dada por la admiración que sentían mi madre y mi abuela materna por el pintor Armando Reverón. En los días previos a mi nacimiento fue objeto de un reconocimiento y tal acto significó mi salvación.
Mi madre, luego de haber leído el poema épico La araucana, del escritor español Alonso de Ercilla, quiso llamarme Caupolicán. Mi abuela estaba empeñada en darme como nombre Jorge.
Pero no tengo ni he tenido cara de Caupolicán y mucho menos de Jorge.
Como no se ponían de acuerdo, decidieron elegir un tercer nombre y les gustó Armando, porque mi abuela había conocido a Reverón en su castillete del pueblo costero de Macuto, en el hoy estado Vargas.
Este nombre se adecúa a las líneas de mi rostro y a mi manera de ser. Lo complementa, además, el José que lo acompaña. No me imagino con otro u otros apelativos.
Y, por cierto, no recuerdo hace cuántos años —debió ser en 1998 o 1999—, al momento de pasar bajo el detector de metales del Aeropuerto Internacional de Barajas —el que sirve a Madrid—, de regreso a Venezuela, sonó la alarma.
Me devolví e hice por segunda vez el inventario de mis objetos de metal. Ya no llevaba ninguno. Todos habían pasado por los rayos X y los bolsillos de mis pantalones estaban vacíos.
Debí transitar dos veces más bajo dicho detector, ser cacheado por un agente con cara de haber asesinado a no menos dos docenas de personas por situaciones de menor importancia que aquella, y sortear a una oficial de policía aeroportuaria —por fortuna, de buen talante y mejor humor—, que convino en dejarme pasar, habida cuenta de que las máquinas también fallan, excusa que encontró ella, no yo.
Tras descartar que el detector sonara porque yo tuviese en mi poder algún residuo herrumbroso o una pieza metálica a manera de cráneo, y negarse a someterme a un segundo cacheo, la mujer me dijo, simplemente:
–Pase.
Fue entonces cuando se me ocurrió un motivo para el pequeño percance que acababa de vivir. Se lo dije a la oficial y ella sonrió, de donde deduje que tenía buen humor:
–A lo mejor lo que hizo sonar la alarma fue mi nombre: me llamo Armando.
A estas alturas, no sé si su sonrisa fue como la que comprensivamente exponemos a la intemperie cuando nos topamos con alguien cuya razón parece flaquear, o si en verdad el comentario le pareció gracioso.
Lo cierto es que pude viajar, sin ser sometido a ningún otro cacheo ni a otro examen que pudiera resultar vejatorio.
Hasta ese día no me di cuenta de que porto, sin licencia, un arma en mi nombre.
Armando José Sequera