Aquí les cuento | Plumas al viento (I)
30/05/2025.- Nosotros somos similares a los humanos y a otros seres en cuanto a ser animales territoriales. Puedo decirte que, antes de que la ciudad existiera, y antes de la llegada de los invasores, en tiempos que se pierden en el tiempo —mucho antes de la existencia de los almanaques y relojes y todos esos aparatos fabricados por el hombre para medir edades y ponerles fecha a sus propios sufrimientos—, hemos permanecido aquí, en esta altura donde hoy me has conocido.
Era muy alta la ceiba donde empezó a crecer mi clan. Tan grande era que, al salir a volar hasta los confines de la tierra, podía vérsele llena de nosotros y de otras aves que la utilizaban como estación de paso antes de seguir la marcha hasta el norte o el sur de este territorio.
Mi Tátara nos contaba que, cuando soplaban los alisios, soltaba nuestro hogar, como plumones, las semillas que fueron a poblar de su descendencia grandes territorios, con árboles semejantes a la casa que ocupábamos. De esos, sobrevive uno solitario, aquí mismo, bajando dos cuadras, en la esquina frente a una iglesia.
Nuestros aborígenes no tenían prisa ni se resguardaban de ninguna fiera, porque hasta las más salvajes y feroces dialogaban con ellos en términos de convivencia pacífica y equilibrada.
Aquí estuvimos durante los siglos sin nombre, siendo plenos con nuestra costumbre de volar, cosa que los humanos nunca comprendieron. Era más importante matarse entre ellos mismos —costumbre que perdura— para dejar los campos llenos de carne descompuesta, el festín de nuestra estirpe por nuestra natural función ecológica.
El Tátara contaba haber visto a Guaicaipuro detenerse aquí junto a Urquía cuando se dirigían al Waraira Repano. Subían junto a los otros, mujeres y hombres libres, por el rocoso lecho de la quebrada de Catuche…
Cuando llegaron ellos, nunca tuvieron la consideración de reconocer a los genuinos habitantes de esta tierra como sus semejantes.
Desde lo más alto del cerro patrimonial, mi Tátara los vio venir forrados de hierro con sus armas, a tomar por la fuerza lo que todos disfrutábamos amorosamente. Así llegaron, matando, dejando una huella de desolación por donde pasaban, hasta poblar de miseria y desigualdades los pueblos que construyeron para enseñorearse.
Con hierro, pólvora y fuego, golpearon a los bravos guerreros. Muchos nacidos al pie de la gran montaña, traicionaron a sus hermanos, cambiando su dignidad por espejos. Aprendieron, sumisos, la lengua del invasor para renegar de sí mismos y de su pueblo.
No tuvieron la menor intención de aprender de los habitantes de esta tierra; no solamente de los humanos, sino de la gran variedad de otros seres amorosos que poblaban este territorio desprovisto de toda maldad. Llegaron y, como vinieron, clavaron en el corazón de los sueños su discurso de pesadilla. Impusieron sus dioses absolutistas y negadores de la fe y las creencias de los pueblos diversos que llenaban de colores y cantos nuestra tierra.
La oración que escapaba de sus barbas era de muerte. No hubo una sola voz que impidiera el exterminio de todo lo hermoso que veíamos nosotros desde las alturas.
Ya el Tátara nos había dicho que todo era así como él lo contaba y que de ese recuerdo deberían tomar los humanos ejemplo para que no se repitiera.
Permanecía de pie nuestra casa grande. Desde allí se veía el espacio destinado a la plaza mayor.
Poco a poco fueron talando los árboles para construir las casas con los más firmes maderos. Las ramas y troncos los usaban para alimentar los hornos de ladrillos, tejas y cal, obtenida de las rocas calizas. También los adoquines, para recibir la metálica marcha de los caballos y carretas que conducían a las mantuanas a los templos, donde les lavarían los pecados de la esclavitud y el estupro, realizado por sus sangrientos hidalgos. "Así lo quiso Dios", repetían los curas en los templos.
Desde nuestro hogar, observábamos el nacimiento e indetenible desarrollo de la ciudad, empezando por su plaza, rodeada luego de cuarteles y conventos.
Llegó el momento del hacha. Durante muchos años, perturbó el descanso de las aves. Poco a poco, el hogar del Tátara y su estirpe prieta dio con su monumental alzada contra el suelo.
Todo nuestro clan se mantuvo volando, atisbando desde las alturas el devenir con marchas, uniformes y redobles de tambores, fusiles apuntando contra la esperanza, discursos enardecidos en el terremoto que se iniciara en mil ochocientos diez, reseñado por los curas en los anales de la iglesia, según el almanaque de sus propias desgracias.
Aquiles Silva