Aquí les cuento | ¡Atención, Sección de guardia! (II)
09/05/2025.- No eran pocos los atractivos del barrio que condujeran, indefectiblemente a los jóvenes, al camino de los vicios, de la vida fácil o de la muerte pronta, al transformarse en transgresores del orden imperante en aquel último tercio del siglo pasado.
Las madres y los padres, en todas las casas de los barrios y urbanizaciones populares, eran la voz colectiva de alerta para aconsejar a los muchachos que se condujeran por el buen camino. Por eso, tener un bombero en la vereda, la urbanización o el bloque, era una bendición. Siempre andaban impecables y eran la motivación de los niños que hasta cantaban aquella canción que se hizo popular que decía: “Cuando yo sea grande quiero ser bombero”.
Los convives del barrio que se dedicaban a la noble carrera bomberil eran tratados con el respeto que solo conocemos en esos espacios de gente sencilla y amorosa de nuestras ciudades.
—¡Achanta chamo, que viene el pana bombero, no vaya a ser que le demos un pelotazo! Y el saludo de los niños parándose firmes ante aquel imponente ser que irradiaba vida y pulcritud.
El pana Felipe Bermejo correspondía, llevándose la mano derecha a la visera, y los niños se sentían felices por ese sencillo gesto.
Esa mañana el ascensor del edificio no estaba funcionando. Era costumbre de Felipe levantar las bolsas de mercado de la vecina Luisaflor Alcalá que ocupaba su apartamento, en el piso siete, exactamente un nivel más arriba de la residencia de la familia del bombero.
—¡No se preocupe vecina, estamos para servirle!
—¡Dios te cuide hijo!
Pero no es solamente Felipe el único bombero de la familia. Ese domingo 19 de diciembre, Héctor, el hermano menor, estaba junto a todos los convocados en el ardiente teatro de operaciones en escena, que se verificaba en la planta de Tacoa.
Habían pasado toda la noche combatiendo y refrescando el tanque, presumiblemente a punto de extinción, cuando a las seis y quince minutos de la mañana la estruendosa explosión sacudió la tierra, y un hongo de petróleo incandescente se levantó en el aire y cual lluvia apocalíptica se derramó sobre todo lo vivo cobijado por el expectante cielo litoralense.
Son pocos los bomberos que se escapan de recibir el bautizo segundo. El primero es aquel que ocurre como una constante, cada vez que hay una promoción de bomberos: un incendio de gran magnitud. Ese es el bautizo de fuego, donde los nuevos “queman las plumas”. El segundo se refiere a los apodos.
Después de la explosión, Luis García corrió hacia la playa, a su paso encontró a dos niños de edad escolar y con ellos de la mano se lanzó al mar, donde sorteaba las enormes bolas de petróleo incandescente que incendiaban casas, botes anclados a más de treinta metros de la orilla. Para suerte de todos era La Bruja, experto nadador.
Héctor Bermejo logró desembarazarse del chaquetón en llamas y corrió hacia la playa. A su paso caía fuego, muerte de todo lo que se moviera presa de las llamas.
Los brazos en carne viva y la espalda chamuscada hasta llegar al mar. Se lanzó y nadó cuanto pudo escapando del fuego. Ya en el agua estaba Luis García custodiando a los dos pequeños que, afortunadamente, habían crecido entre redes, olas y botes. Mil dolores sentía Héctor y la fatiga extrema que le consumía. Naufragaba su juventud en aquel mar oscurecido, cuando Luis García se le acercó.
—¡Chamo, resiste! ¡Cálmate! ¡Estoy contigo! ¡No te agarro porque me vas a abrazar y nos vamos a ahogar los dos! ¡Te ayudaré desde aquí! ¡Hazme caso! ¡Atiende lo que te diga!
Héctor Bermejo poco a poco fue calmándose y logró mantenerse a flote y recuperar, a pesar de los fuertes dolores, la suficiente calma para dejarse guiar a la más lejana orilla, hasta donde no alcanzaban los dominios del infierno.
—Nosotros sabíamos que después de que los caraqueños se iban el sábado por la tarde llegábamos a la playa de Camurí Chico o a las tres playas de Macuto. Eso sí, tempranito, con una careta a buscar en los primeros metros de la orilla las cadenas, aretes, esclavas y zarcillos de oro que dejaban en cada visita.
—Yo ni pensaba meterme a los bomberos cuando una mañana me conseguí esta medallita, que tiene la cara de una virgen que quién sabrá cómo se llama. Pero seguramente tendría un hijo bombero o pescador a quien proteger. Y yo ese día cargaba la medallita. Mírala aquí, todavía la tengo.
—Aunque no sé de qué virgen es, porque, aquí entre nos, nunca he ido a la iglesia y de vírgenes no quiero saber nada. Mucho menos a esta edad.
La Bruja se ríe mientras nos echa su cuento.
Aquiles Silva