Aquí les cuento | Reverón barinés y (4)

19/12/2025.-

Pancho

—¡Pasen adelante!, ¡siéntense por aquí! ¡Ya les traigo un poco de papelón con limón para que se refresquen! ¡El maestro ya regresará en un momento!

Eran tres los recién llegados. Dos portaban libretas de apuntes y uno una moderna cámara Canon, toda una novedad tecnológica de los años 40.

Los dos hombres de las libretas aflojaron el nudo de sus corbatas y agitaron, como abanicos, la solapa de sus sacos. El tercero, el de la cámara, aunque usaba saco, no tenía corbata y la camisa estaba holgada, desabotonada en el ojal último que ahorca el guereguere.

Juanita regresó con tres pocillos de peltre, servido el refrigerio ofrecido. En la bandeja, que colocó en un taburete, se veía la jarra de cristal reluciente, con una amarilla cáscara de limón navegando en el jugo al que solamente le faltaban los cubos de hielo que en el futuro granizaría en aquellos parajes litoralenses.

Armando regresó cargando los listones cortados con los que armaría unos bastidores para seguir realizando sus cuadros.

—¡Maestro, gracias por recibirnos!

—¡Es un honor que hayan venido! ¡Disculpen la ausencia del hielo! ¡En París sobraba! ¡Sobre todo, en los huesos de los pobres sin techo que dormían en los portales de Notre Dame!

—¡Permítanos presentarnos! Él es mi amigo Filet de punta trasera Parker, escribe para la revista especializada en arte The Distorsión Veritas, de alta circulación en Norteamérica, y yo, Arcángel Dèmonn. ¡Del periódico local La Ternera Press! ¡Nos acompaña el mejor reportero gráfico del país!: ¡Robert Chinchurria Tejida! —Perdón— ¡Tejada!

—¡Somos críticos de arte!

Armando, al escuchar las últimas cuatro palabras, se puso de pie. Y mientras caminaba, sin contener la risa, al interior de la casa, les dijo:

—¡Esperen un momento que ya regreso!

Al momento regresó, acompañado por un mico, trajeado con un esmoquin a la medida y un sombrero de pumpá, similar al que llevaba Reverón, pero con un regio color negro, sin los estragos de intemperie que lucía el que portaba el maestro.

—¡Aquí les presento al vocero autorizado para hablar de mi modesta creación plástica! Él es Pancho. ¡El más grande curador de arte y conocedor de las corrientes pictóricas del planeta!

—¡Tienen suerte ustedes, amigos!

 ¡El señor Pancho acaba de llegar de París hace apenas una semana! ¡Allá estuvo año y medio dictando conferencias sobre la pintura que hacemos aquí en esta parte del mundo, y la relación entre el color de los atardeceres de Macuto y el sabor de los uveros!

¡Eso ha provocado una avalancha de solicitudes, de los más grandes maestros europeos, que quieren venir a conocer nuestra obra! ¡Les esperamos dentro de un par de meses!

—¡Jajaja!

 ¡Me da risa lo que me ha contado Pancho, de la cara que ponen los asistentes a sus conferencias ante la contundencia de sus discursos!

¿Qué les habrá dicho este profesor?, porque, sepan ustedes: ¡Pancho es un catedrático y de los mejores!

Los tres visitantes, al escuchar al maestro, miraron reverentemente al Pancho sapiens, y voltearon sus sillas hacia donde estaba el mono posado sobre un taburete con la cabullita prendida a la diminuta correa que ceñía su cintura.

Armando salió a la playa, acompañado por Juanita. Irían a darse un chapuzón. El artista caminaba por la playa en procura de recoger las grandes caracolas, en cuyo eco recibía las noticias de los acontecimientos ocurridos al otro lado del mundo. También el rumor de los cantos de las míticas sirenas, que habían quedado grabados eternamente en el nácar interior de los caracoles.

El profesor Pancho saltaba, chillaba y hablaba en el idioma de quien más sabe de arte. Los expertos tomaban nota en sus libretas.

Ya culminada la entrevista, regresó la pareja de la playa. Armando cargaba un enorme madero varado por la marea. Juanita, conchas recogidas en la orilla.

Caía la tarde. Al momento de despedirse, el maestro le solicitó al grupo que se detuviera un instante. Acto seguido, Juanita y Armando organizaron los muebles y sillas disponibles en semicírculo. Sentaron a las cinco muñecas que tenía el Castillete. Juanita las organizó, moviéndoles los brazos, cabezas y piernas para que adoptaran una pose presentable. El maestro se sentó en el centro de todos, llamó a Pancho, quien saltó y se posó sobre sus rodillas. Solicitó al fotógrafo que inmortalizara el momento.

Robert Tejada levantó su cámara e hizo explotar la luz de aquel flash, que una vez quemado salió expulsado de la cámara al patio. Pancho no aguantó la curiosidad y saltó a recoger el bombillo. Al tomarlo, lo soltó de inmediato porque estaba muy caliente. El curador de arte corrió hacia la casa, subió hasta el balcón y desde allí profirió un insulto, en francés, al fotógrafo y a sus acompañantes. El maestro se puso de pie e invitó a su gente a levantarse; Juanita y las muñecas (ante el asombro de los tres visitantes) se levantaron, formaron una fila en el proscenio y junto al director hicieron el saludo acostumbrado de inclinarse ante el público al finalizar la obra.

Los tres espectadores no daban crédito a lo que veían; aterrorizados salieron corriendo hacia la playa. No soportaron la luz que brotaba de los ojos y la sonrisa de aquellas muñecas. Todos reían en la casa, Pancho saltaba con todos sus dientes al aire y el Castillete parecía brillar con un sol barinés aquella tarde de Macuto.

Aquiles Silva

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


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