Aquí les cuento | Tus compañeros (II)

04/07/2025.- Podemos afirmar que ese fue el contexto donde se conformaron los espíritus rebeldes de nuestra generación contestataria. Es digno también reconocer que no se pretendió nunca deponer el Estado existente ("tumbar el gobierno"), porque para ello había que sumar fuerzas infinitamente superiores al impulso de una piedra, desde las manifestaciones liceístas y universitarias contra los mismos hijos de obreros y campesinos que vestían los uniformes de policías y soldados. Es decir, la misma gente.

Históricamente, hoy, como ayer, los hijos de los dueños del país nunca pusieron su sombra, y menos el pellejo, para garantizar la pervivencia de su estatus.

Las clases explotadas tributaban, además del trabajo enajenado y la plusvalía que de él se derivaba, la juventud de sus hijos para la defensa del Estado constituido.

¿Cuál era entonces la razón de la lucha? ¿Qué justificó tanto sacrificio?

Se puede afirmar que lo que, a fin de cuentas, guiaba la lucha era hacer tangibles, reales, verificables, aplicables en la práctica, los postulados de la Constitución nacional.

Esa Constitución redactada, promulgada, expuesta por el mismo Estado que la violentaba, que la incumplía.

De ahí que las luchas emprendidas por hacer "letra viva" la Constitución eran la bandera enarbolada por los revolucionarios y revolucionarias de esos años de mentida democracia.

Los derechos consagrados en la carta magna, que favorecían a todos los habitantes del país, eran pisoteados, dejados en el olvido, tasados a un alto costo.

Los derechos fundamentales a la vida, la educación y la salud estaban tamizados por la exclusión.

Los ejemplos abundan:

"El derecho a la vida es inviolable…".

"El Estado propendería a mejorar las condiciones de vida de la población campesina".

"Todos tienen derecho a la educación…".

Pero…

Al contrario de lo expresado, se acentuaba la condición semifeudal y de esclavismo moderno en todo el campo venezolano. El derecho a la tierra estaba negado. La reforma agraria, también hecha ley, no beneficiaba a ningún campesino. Las poblaciones indígenas estaban desapareciendo por el proceso de asimilación compulsiva de los contenidos culturales impuestos por la sociedad dominante.

Todos esos derechos vulnerados estaban garantizados en la Constitución de la República, de ahí que muchas voluntades emprendieran la lucha por adecentar el ejercicio del poder, al menos de las instituciones cercanas al ciudadano común, procurando el acceso al disfrute de los derechos fundamentales.

Esos individuos diligentes, luchadores, estudiosos de las leyes, de la historia, con un profundo sentimiento de solidaridad humana y amor a la patria fueron etiquetados, indefectiblemente, como bandoleros, bochincheros y guerrilleros. En consecuencia, los condenaron a la persecución, captura, desaparición y exterminio.

De esa experiencia, provienen los corazones sensibles, que no queman los recuerdos en la hoguera del desamor.

Los mejores muchachos y muchachas de los liceos y de las universidades hicieron causa común con los campesinos, obreros, trabajadores de la salud, de las fábricas, de la educación, con los pescadores y pescadoras… En fin, con todo aquel que realizara un trabajo y estuviese sujeto a cualquier forma de explotación. Eran los hijos de las clases explotadas del país. Las mayorías del pueblo que tenían bloqueado el acceso al disfrute del justo beneficio, en servicios, de la riqueza construida por todos.

La acción represiva y la eliminación física, después de espantosos episodios de tormento de las jóvenes esperanzas, forzaban a la clandestinidad a muchos militantes de los sueños, quienes abandonaban sus hogares para poder operar en los espacios donde la lucha los requiriera.

Por eso nunca te encontraban en casa. Siempre estabas ausente. Cuando regresabas, después de largos meses, hablabas con tu madre, quien ya estaba acostumbrada a tus desapariciones prolongadas, y al comentario de los vecinos y vecinas, quienes siempre te habían considerado un muchacho "raro". Afirmaban, lejos del oído de tu madre, quien a la postre, también era amiga de todos:

—¡Seguro que ese muchacho anda metío en vainas!

Al volver, algún día, se realizaban diálogos como el siguiente:

—¿Mi vieja, dónde están mis libros y los papeles que guardaba en esta maleta, en mi cuarto?

—¡Ay, mijo! ¡Todavía no nos ha dado tiempo de conversá! ¡Aquí estuvieron tus compañeros! Ellos preguntaron por ti con mucha insistencia que si dónde estabas, que con quién andabas, que si quién sabía de tu paradero, que si tenía un teléfono dónde llamar para saber de ti…

En fin, ¡se notaba que esos muchachos estaban realmente interesados en saludarte! Claro, yo no les decía nada, ¡porque tú no me dices dónde te metes, adónde vas! Aunque siempre tengo la certeza de que andas en cosas buenas…

Ellos me trataron muy bien. Eran tres muchachos, bien vestidos y afeitaditos, que te dejaron muchos saludos. Yo tenía afortunadamente en el fogón un canarín lleno de chícharo pintón con mapuey y les ofrecí. Creo que eran de la ciudad, porque cuando empezaron a comer, uno dijo: "¡Doñita, estos quinchonchos verdes sí que están sabrosos!".

¡Cada vez que vienen por ahí tus compañeros, yo les doy de comer, porque estoy segura de que sus mamás deben hacer lo mismo contigo cuando tú los visitas en sus casas, por ahí, por esos lugares donde te pierdes por tanto tiempo!

Después se despidieron y me dijeron que regresarían "pronto" y esperaban encontrarte en esa nueva ocasión.

¡Bueno hijo! Los libros y tus papeles se los llevaron todos, pero les dije que eran prestados. ¡Fíjate que esos muchachos se veían muy decentes y yo tengo el pálpito de que regresarán a traértelos y ojalá estés aquí para que los saludes!

—¡Mamá! ¡Mamááá!

 

Aquiles Silva


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