Aquí les cuento | El hijo de Mamanita: José Camero (I)

16/05/2025.- Cuando me vine a Caracas, era un carajito que no había cumplido los veinte años. Allá en El Valle trabajaba, primero, la tierra y, después, cuando el viejo Orocopey montó el abasto —que le puso, por cierto, el nombre de Uchire—, lo ayudaba como dependiente en ese negocio, donde había de todo. Luego, el viejo se asoció con Moncho Dagger y Ricardo Díaz y empezaron a cargar pasajeros. Comenzaron con una camionetita Mercedes, primero, y luego compraron otra más. El negocio fue creciendo, pero era muy sacrificado y tanto Ricardo como Moncho se separaron del tierrero de aquellas carreteras, dejándole el negocio a Orocopey, quien logró tener varios autobuses grandes para viajar desde el pueblo hasta Barcelona.

Entonces, me vine.

Aquí en la capital, en esos tiempos, si uno estaba trabajando, no lo molestaba la recluta. Yo había dejado el pueblo, y mira que cuando uno se despega del patiadero, la vaina golpea fuerte. Pero, ¡qué va!, te acostumbras. En el trabajo se logran nuevos afectos que te mantienen distraído y los amigos que dejaste allá son reemplazados por otros nuevos que la vida te regala.

El cuento empieza, sin embargo, cuando Petra Malavé me separó de la placenta con una tijera barrilito y un pabilo de tejer alpargatas. Mamanita nos lanzó a la vida. Ella nos tuvo a los seis y todos fuimos recibidos por la madrina Petra, esa india purita que no sabía leer en los libros. Sus fuentes de luz estaban en el conocimiento mismo de la vida, de la naturaleza, que fue, al final de cuentas, la que le enseñó el arte de recibir niños y darles los cuidados a las madres para que se recuperaran y pudieran seguir apostando a la familia.

Nosotros nunca tuvimos tiempo para desperdiciar. Nuestro papá, Jaime Rojas Guazz, era un excelente agricultor y, desde chiquitos, nos llevaba al conuco a sembrar y producir todo lo que necesitábamos en la casa. Así continuábamos el indetenible curso de la existencia con suficiencia y dignidad, porque, ¿sabes tú lo que es jodido —decía el viejo—? Acostarse a dormir con el estómago vacío y aquel ronquío en las tripas, que pareciera que tienes un encierro de morrocoyes adentro. En la casa, no nos faltaba nada, pero el deseo de conocer y aventurarnos a otras experiencias me trajo, nariciao, hasta Caracas.

Recuerdo clarito ese primer viaje: pura carretera de tierra. Primero estaba Guaribe, después Uveral, Tamanaco, seguido de Altagracia de Orituco. Ahí le caíamos a Guatopo, que eran curvas y más curvas, una selva donde se veían barajustarse los cunaguaros y los monos cuando se acercaba el autobús. No dejo de acordarme de aquel señor colector llamado Julián Istúriz, a quien todos llamábamos respetuosamente don Julián, porque era un hombre responsable. Un señor, pues.

Yo no sabía que, en ese lugar donde estacioné el viejo camión lleno de verduras para venderles a los vecinos, había funcionado La Rotunda. Era una cárcel donde el general Gómez confinaba a todos los adversarios políticos, sobre todo a los comunistas, quienes caían en desgracia una vez que eran detenidos. De ahí los sacaban para las carreteras o para el cementerio, bueno, aunque daba igual, porque pocos lograron salir con los huesos sanos de aquella experiencia.

Ahí se puede decir que empecé con mi trabajo de vender hortalizas y verduras a la gente del sector y de la parroquia Santa Teresa. Yo nunca he podido sentir que la labor que realizo sea un negocio. Si así fuera, estaría pendiente de hacer dinero y yo, por el contrario, lo que siento es que esto es un servicio a la comunidad, del que he obtenido el mejor de los premios: el cariño de todos los que acuden a buscar lo que mis manos ofrecen. La ciudad ha sido muy buena conmigo, ya que me dio trece hijos (nueve mujeres y cuatro varones) y veintiséis nietos, hasta la fecha. Esos me tienen más chocho que ya tú sabes. Los años han pasado y con ellos los cambios que no podemos dejar de lado, y en esos cincuenta y cinco de haber dejado el patio de la casa, no dejo ni un solo día de pensar en el río, los potreros, las parchitas de monte y los jobos. Tampoco, en la pesca y los lazos con ciruelas para cazar conejos y desayunar con uno asado, con arepas de maíz pilado cocidas en el fogón.

Te hablo y me olvido, por un momento, de que hay gente esperando que le saque la cuenta.

¡Date una vuelta y pasa más tarde, para que sigamos hablando!

 

Aquiles Silva


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