Un mundo accesible |El poder del pensamiento crítico

01/05/2025.- Todo individuo llega a cierto punto de inflexión en el cual debe elegir entre aquello que es sencillo, cómodo, fácil —o quizás incluso "más conveniente"— y lo que es ético, justo, honorable… y, en cualquier medida, "correcto". Lo que es correcto no necesita de mediaciones para optar por ello. Tomamos la ruta del honor o la del deshonor. Es una situación complicada, pues no existen matices. Afrontamos, a todas luces, una decisión que no admite excusas y que puede atormentarnos o enorgullecernos por el resto de nuestras vidas. Eso sí, siempre que tengamos cabida para una brújula moral que dictamine las acciones que tomamos; una consecuencia que haga frente a nuestros actos mediante el autoconocimiento, el idealismo y los intereses que perseguimos para hacer del mundo un mejor lugar.

Puede que a algunos les parezca hasta irrisorio que los escritores les otorguemos tanto poder a la palabra escrita, a la filosofía y a los ideales que secundamos mediante nuestros textos. Sin embargo, es en tales lecturas donde sale a relucir nuestra verdadera templanza. Es en tales períodos cuando se desmantelan los ardides y las verdades a medias, y solo los principios genuinos, prístinos y poseedores de verdaderas cualidades meritorias son los que prevalecen.

Quizás se pregunten en qué consiste el rol de un idealista o de un intelectual que insiste en explicar una filosofía de vida que desafía el statu quo, y supongo que mi respuesta es tan corta como contundente: un idealista es aquel que posee una visión perfectible de lo que muchos consideran una notable mejora de otras épocas. Nuestra naturaleza es tan curiosa como inconforme, pues la humanidad nunca llega hasta donde queremos. Sería una decepción demostrar tal estrechez mental, tomando en cuenta lo mucho que podemos hacer por procurar el bien común. Un idealista vive una quimera que lo separa irremediablemente de la realidad, ya que esta coexiste en armonía con la perfección, y la perfección es incompatible con cualquier ser humano.

Se preguntarán: ¿para qué obcecarnos? Encuentro la respuesta más satisfactoria de lo que la mayoría imagina. Todo intelectual que aluda a la perfección, y que permite que su espíritu se eleve ante la posibilidad latente de un mañana armonioso y quimérico, en el fondo, sabe que, si bien no alcanzó su meta de perfección, su sueño no ha sido despojado de aquellos elementos que lo hacen perfectible o mejorable y que, por lo tanto, convierte su labor en un desafío encomiable. Lo reconozcan o no, las grandes mayorías y lo mucho que avanzamos todos dependen, en buena medida, de lo que solo unos pocos hemos añorado. Claro, una vez que un ideal es puesto en práctica, el tormentoso coro de los imposibles se acalla por sí solo para recibir con gracia las mareas del cambio, amenizando, en otros términos, todo lo que creyeron impracticable.

Los privilegios de los que hoy gozamos se deben, en parte, al intelecto de quienes jamás correspondieron con las costumbres de su propia época por considerarlas anacrónicas. No es el conformismo ni la pasividad lo que nos mantiene en constante progreso. Todo pensador goza de una naturaleza indómita, indoblegable, curiosa e inquieta. El impulso hacia lo mejor solo puede esperarse de aquellos que piensan que es posible. Esta clase de inconformismo no se reduce a una queja, sino a una proposición. En otras palabras, de este tipo de inquietudes, desafiantes y reaccionarias, se alimenta un ideal, y, por lo tanto, por ellas es posible aguardar un mejor mañana.

Los idealistas resisten la opresión de toda una maquinaria, un sistema global, un engranaje opresor. Aborrecen los actos que se llevan a cabo sin dudas ni cuestionamientos. Sienten el peso mediante el cual procuran hacerlos partícipes y cómplices de la docilidad y de la sumisión. Sin embargo, ninguna recompensa justifica el evadir el principio de fidelidad hacia nosotros mismos que por derecho de nacimiento perseguimos. Lo que no comprenden las masas es que tener un ideal, vivir por él, morir en su nombre y respaldarlo en vida es servir a nuestra propia verdad. Por lo tanto, el revelar esa pasión combativa que emana de un pensamiento crítico e independiente no es más que una parte del progreso que emprendemos los idealistas.

Ningún riesgo es tan peligroso, ningún grito es lo suficientemente ruidoso, ninguna burla es demasiado sórdida. Si me preguntan quiénes somos, somos los que nos apegamos al privilegio de ser nosotros mismos. No existe, bajo este cielo, ningún sacrificio tan arduo como para lisiarnos.

Un joven ilustre comprende que la imaginación no es inhibida por las críticas. Empecinado en su férrea voluntad, son más las ideas que aún lo indisponen con el presente que aquellas que lo reconcilian. Algunos optan por el romanticismo y dejan que su corazón se hinche de orgullo con una filosofía poco racional, en extremo quimérica y demasiado alejada de la comprensión de las multitudes. Un idealista que combine sentimientos y razón sabrá demandar lo que considera propicio para su época con la claridad suficiente como para envolver incluso a las mayorías más renuentes ante la imparable capacidad de adaptación que requiere nuestra propia subsistencia.

 

Angélica Esther Ramírez Gómez


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