Letra fría | Noches buenas
19/12/2025.- Siempre he tenido noches buenísimas, tantas que se esfumaron con los años, pero las recuerdo con tanto cariño, que hasta relincho, como seguramente diría el poeta Chino Valera Mora, pero de las vísperas de la Navidad; hubo muchas tradicionales, en familia hermosa, pero Navidades al fin. Pero hubo un cuento fabuloso. Eso fue en 1990 y algo, tal vez; pasaban los días y cada vez que me encontraba con Jonathan Coles, mi jefe en Mavesa, me decía: "Yo tengo una deuda contigo". Y yo le decía: ¿Cuál deuda?, si yo más bien le debo. Y el "jefe 16" seguía con el tema. Hasta que un día le dije: "Okey, está bien. ¡Toma chocolate y paga lo que debes! Quiero una “total immersion”, un curso de inglés en Nueva York, pero hay dos condiciones que aplican. Una, que quiero estar en el campus de la universidad, pero hay que compartir la habitación, y ya yo estoy muy viejo para esa vaina. ¿Y la otra? Que necesito 5.000 dólares para ese mes, si fuera posible. ¡Aprobado!, dijo a las dos.
Total, que fui a parar a Rutherford en Nueva Jersey, a una universidad que no recuerdo su nombre; hay días que la memoria se borra; lo bueno es que ella vuelve, y cuando no vuelve, hurgando en mis archivos aparecen recuerdos como este: “El cuento es que por estas hojitas sueltas me entero por casualidad que fue en 1988, al encontrarme con Alfredo Cutuflá, en la puerta del Village Gate, en un concierto donde Fajardo y su orquesta alternan con Johnny Pacheco y su compadre Pete Conde Rodríguez. Allí estaba también el pianista venezolano Olegario Díaz, matando un tigre con Fajardo, porque él era músico de planta con la orquesta de Louis Ramírez, y también en el saxo Rolandito Briceño. Cuando digo casualidad, es porque ese viaje a Nueva York, dormido en mis olvidos, se ubica en el tiempo porque a Cutuflá lo había conocido y entrevistado en París en 1983, como dice mi nota, ergo, eso fue en el 88, y también sospecho que es Alfredito, compadre por cierto de mi pana Watusi, quien me presenta a Rolando Briceño, porque tenía la laguna de cuándo y dónde lo había conocido, si ya en el 91, creo, cuando me lleva a entrevistar a Mario Bauzá en presencia de sus grandes amigos, Chocolate Armenteros y Rudy Calzado, ya se sentía una sólida amistad, tanto que después del concierto en Nuyorican Poets Café pasamos una noche y un día bebiendo, que es cuando conozco al querido enano, un poeta en muletas, William Camacaro, aquel 24 de diciembre”, quien es, por cierto, el personaje de esta historia.
De las mejores aventuras, el concierto de Rolandito Briceño en el Nuyorican Poets Café, que es por cierto el nombre correcto, luego del cual conocí a William Camacaro, con quien pasé el 24 de diciembre en Mambo Café. La historia viene porque de tarde en tarde, después de clases, me iba a Nueva York, y una de esas tardes recogí un Village Voice, periodiquito gratuito de arte y espectáculos, en el que descubro el fulano concierto de 14 saxofonistas, incluido mi amigo, para el 23 de diciembre, creo que del 93. Ese día agarré mi autobús y, al llegar a la terminal de la 42, busqué un taxista que hablara español, quien resultó ser un dominicano que se asombró al ver la dirección. —¿Usted está seguro de ir a ese barrio?—, preguntó. Total que, en el camino, sí veía negros chuteándose en las aceras y, ciertamente, me preocupé un poco. Al llegar y ver una puerta negra sin ningún tipo de aviso, me preocupé más. Le dije que averiguaba, pero que me esperara. Cuando me abrieron y me enteré de que sí era allí, le hice una seña al taxista para que se fuera. Al entrar, vi una escalera y un inmenso bar, con una barra de ensueño, donde me senté a esperar a Rolando.
Para hacer el cuento corto, después del fabuloso concierto, tipo 3 de la madrugada, nos fuimos al apartamento de Rolandito, con un pianista cubano, que resultó ser un marielito, obviamente anticastrista, y, por supuesto, al amanecer lo mandé para el carajo. En esos tiempos, a los 40 años, yo era pendenciero, además de que yo financiaba la rumba. Y se fue tranquilito, aparte de que ya trastabillaba. Seguimos bebiendo; hay episodios incontables con una frutería atendida por chinos, pero al fragor de la rumbita llegó la tarde, y con ella William Camacaro. Rolandito se durmió y, conversando con William, me entero de que tiene una enfermedad degenerativa que lo condenaba a la muerte; me vende unos prendedores metálicos redondos para financiarse, y ya como a las 6 de la tarde del 24 de diciembre, me percato de que a esa hora no podría ir a mi habitación en Jersey y volver, por lo que le dije al poeta: “Vámonos al Mambo Café” de Irma, creo que se llamaba la dueña de un bar en Manhattan, con el mismo nombre del que tuvo en Caracas; perdón, era Mambo Grill, el de Caracas sí era Mambo Café. Camacaro me dice que solo tiene los 20 dólares de mi compra, y le dije: “Tranquilo, que yo te invito”. Y nos fuimos con aquel frío arrecho.
Humberto Márquez
