Letra fría | ¡Más memoria serás tú!
17/10/2025.- Después de aquella discusión de mis angelitos, decidí que, si le iba a echar pichón a la película, que bien podría hacerlo, por las insólitas aventuras vividas, y sentí que el malo tenía razón, pero después de leer las memorias de El Gabo, Neruda y otros, aunque tal vez Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, de Rainer Maria Rilke, o La vida exagerada de Martín Romaña, del escritor peruano Alfredo Bryce Echenique, hacían más razonable la opinión conservadora del angelito bueno. Pero tal vez el humor de Guillermo Cabrera Infante y sus referencias al bolero, en particular, nuestra adorada Fredesvinda García Herrera (no García Valdés), La Freddy, me hacían volver a mi deseo de resguardar mis pequeñas historias, que al lado de los relatos de esos genios, eran ciertamente insignificantes.
Sin embargo, tampoco es que me iba a amilanar, o es que mi historia de María Moñitos no funcionaría como flashback, en una eventual película de estas memorias, imaginemos... Exteriores: abre cámara enfocando a un niño de 7 años, con cara de alucinado y sus cabellos desordenados, en el porche de una casa maracucha, mientras por la otra acera de una calle de la misma ciudad, a las cinco de la tarde, viene caminando una muchachita linda en uniforme escolar, con dos colitas de moñitos en su cabello, que es la historia contada a Ernesto, que nunca olvidaré, una muchachita de moñitos que vivía en la quinta de la esquina. Evajul se llamaba la casa donde vivía.
—¿Quién era esa carajita? —pregunta Ernesto.
—Esa era Dilcia, mi esposa. Bueno, en realidad, mi exposa.
—Humberto inventó el término exposa, le explica al director Vidal, que es como la tercera persona de sus entrevistas.
—Claro, porque tenemos más de 20 años separados, pero nunca nos divorciamos.
—¿Conociste a Dilcia de niñito?
—Pero no la conocí. O sea, me enamoré de ella de lejos.
—¿Cómo así?
—Bueno, que ella pasaba todos los días por la casa y yo me sentaba a esperarla y a verla.
—¿Y cuándo la conociste?
—En los años 70, en Bogotá. Ella llama a Alejandro Higuera, que era mi compañero de apartamento con Domingo Marino, que era el hijo del gobernador de Barranquilla. Había llegado a Bogotá; su padrino era director del Banco Interamericano de Desarrollo. Y entonces ella llamó a Alejandro porque se conocían y digo, ¡él no está, pero estoy yo! Y nos quedamos hablando dos horas por teléfono. ¡Y allá rodé! Cuando la vi, me enamoré, y ahí perdí, o gané, porque fue el primer amor de mi vida. Tenía 20 años. Ya de eso hace 50 años.
Corte a toma aérea del patio de honor del Liceo Militar Jáuregui, La Grita, estado Táchira, donde estudié segundo año de bachillerato. De eso no conté mucho a Ernesto, salvo la fuga, creo; si no, aquí van datos. Corría el año 65, mis padres se divorcian y fui a parar al liceo militar, que no fue ni tan malo, porque llegué en segundo año, y, aunque era nuevo, mis compañeros eran antiguos, lo que me daba ciertos privilegios, sobre todo porque los ayudaba en matemáticas e inglés, materias en las que destacaba. Cuando el cerro se puso rojo, a los tres meses tuve las salidas de fin de semana, que eran muy gratas, porque mi padre, Efraín Márquez, dejaba pagos adelantados en el hotel La Casona para unos ricos almuerzos y algunas cervecitas en tazas grandes de café, que me alcahueteaba don Pedro, el dueño del local. Sin embargo, ya de 13, ocurrió algo terrible y doloroso. Después de convencerme de que iría a la calle Uno, a hacer la cola de Hortensia, una anciana de 60 años que desvirgaba a toda la tropa, disculpen la grotesca imagen, cuando salió a la puerta desnuda, y con el dedo índice doblado en su vagina sacaba el semen fresco del último cadete, a mí se me formó un nudo en la garganta, brotaron lágrimas de mis ojos y discretamente me fui al hotel, para no ser víctima de las burlas de mis compañeros. Aquello me marcó, hasta que ya de 14 o 15, mi padre me invitó a la hacienda Bogotá en Sierra Azul, con su compadre Parra y siete muchachas, con Marta, la madame, y tres de ellas me ayudaron a resolver mis preocupaciones sentimentales. Ivonne, Imelda y Beatriz fueron muy bellas conmigo; aunque bellas eran, aquello, lejos de lo que pudiera parecer, francamente fueron actos de ternura y mucha complicidad y compañerismo entre adolescentes, aunque varios años después, el sabio Efraín me hizo saber que él había pagado aquellos honorarios.
Volviendo a La Grita, ya en tercer año, el Jáuregui se hacía prometedor, el crédito en el hotel, las clases especiales fuera del liceo, lo que me permitía salir en días de semana; la protección especial del subdirector, un teniente coronel que, seguramente, papá había tocado con sus métodos infalibles y, sobre todo, que ya era antiguo, y ser antiguo era otro cantar, pero tanta felicidad se había comenzado a oscurecer por un estudiante de cuarto año de apellido Adriani, un gochito catire que, seguramente, se moría de la envidia por mi popularidad y privilegios, y un día me puso a hacer flexiones de pecho, y, por mala leche, salió de mi bolsillo una caja de Lido y pretendió que me comiera los cigarrillos de dos en dos. Cuando probé la vaina, los escupí y le dije: ¡Te vas a joder porque te voy a echar paja, gocho de mierda!, y me fui corriendo a la subdirección; el teniente coronel lo metió en el calabozo, y yo me dije: ¡Me tengo que ir de esta vaina!
Humberto Márquez