Aquí les cuento | Esas morocotas nos están esperando (I)

13/06/2025.-

—¡Tienes que venirte conmigo! Es la quinta oportunidad que voy a buscar esos reales y esta vez (recuerda el dicho beisbolero) "no hay quinto malo".

—No me argumentes nada. Tú sabes que somos amigos y lo más importante es que como, en este pueblo, la mayoría anda pendiente de un rebusque, de los problemas y de meterle el ojo a quien puedan bajar de la mula, no hay mucha gente en quien uno pueda confiar...

—¡Por eso siento que tú eres el indicado para irte conmigo a buscar esa plata!

—Ajá, Ñato, ¿cómo es eso de que has ido cuatro veces al lugar y te has venido con las manos vacías?

—Bueno, porque cuando uno anda en eso, nunca falta un pendejo que esté pensando en irse de abusador o hacer una marramucia para quedarse con más de lo que le toque en el reparto... Generalmente, íbamos cinco, pero, ¡carajo, todo se derrumbaba! Cuando ya estábamos cerca del cajón, algo pasaba. Primero, lo del guachimán; después, el caballo; luego, las diez mulas blancas, y, por último, el olor a cobre que nos sacó del hoyo... ¡Estaremos jodidos mientras haya gente que se crea más viva que los demás y que el resto servimos para que nos den palo por las costillas!

—¡Bueno, Ñato, yo soy capaz de echarle bolas si me garantizas que no me van a salir con una sorpresa de esas que la gente cuenta!

—¡No chico, no le pares a eso! Ahí nadie te va a echar una vaina. De los hombres que vamos, todos son conocidos y buena gente.

—¿Quiénes son los convidados, Ñato, para ver si los conozco?

—¡Todos son amigos y buena gente! ¡Tú conoces a Mato Salao!

—¡No me jodas, Ñato! ¡Yo con Mato Salao no voy ni a la esquina! Ese gran carajo me llevó a castrar una colmena cuando apenas éramos unos carajitos, y a mí me tocó meterle el pecho a las avispas africanas, ¡que me cayeron a puya hasta por debajo de la lengua! Después, me salió con que, de las doce botellas de miel que sacamos, me daba una solamente, y una pelota de cera, con el cuento aquel de que las iba a vender y luego partiríamos la cochina. ¡No me jodas, Ñato! Convida a otro...

—Bueno, está bien... ya sacaré a Mato Salao...

—¿Quiénes son los otros dos?

—¡Burro Tucero, el hijo de Maigualida! ¿Me vas a decir que ese también es mala gente?

—¡Ñato, pero en verdad que hay que ver contigo! Es verdad que Burro Tucero es un hombre trabajador y de bien. Lo que tú no sabes es que es hermano de Honoria, que era mi novia en el liceo y que él, cuando supo que nosotros andábamos apechugaos, me agarró en el callejón del taller de Ricardo Díaz y me encendió a carajazos. Si no es por los morochos que se meten y el tío de ellos, al que llamaban Castrol, ¡me hubiera reventado hasta el último hueso!

—Sí, pero esas son cosas de muchachos...

—¿De muchachos? Lo que tú no sabes es que él hizo un juramento de que en la primera ocasión que se le presentara, ¡me mataría! Yo, por las dudas, no quiero darle ni por un segundo la espalda...

—¡Está bien! ¡Está bien! Yoy a tener que sacar al otro que falta, que es mi primo Mapurite.

—¿Mapurite? ¡Ni se te ocurra! Ese carajo me jodía todos los días cuando estudiábamos en el internado de Clarines. Era más grande que yo. Tenía quince años y yo era un muchachito de doce. ¡Imagínate lo malo que era! Y yo he escuchado que a los muertos no les gusta entregar las botijas a gente de esa calidad... Ñato, de verdad, estoy sorprendido contigo por la selección de esta gente que se te ocurrió... A menos que la idea tuya sea la de limpiar al pueblo y dejar a estos tres personajitos metidos en la fosa de donde saquen la botija...

—¡No, chico! ¡Ya no hay que dejar a nadie! Te cuento que mi abuelo, quien vivió ciento veinte años, me dijo que su papá había estado presente cuando hicieron el entierro. Ahí estaban, además del amo de la hacienda, Rubenlao Pedrique, su papá, o sea, mi bisabuelo, el Catire Castro, Samuel Pinto y Leoncio Tuche, quien fue el encargado de hacer aquel enorme hueco que, al final de la historia, ¡sería su propia tumba!

—¿Tumba?

—¡Claro, vale! ¿Tú no sabes que cuando se hacían esos grandes entierros de morocotas, había que dejar a un guachimán cuidando el entierro el tiempo que fuera necesario? La mejor manera de cumplir ese requisito era matando al peón que hacía el gran hueco para resguardar los tesoros. En esa oportunidad, el "afortunado" fue Leoncio Tuche... Pero no le pares a eso que en esta oportunidad no habrá que sacrificar a nadie, porque nosotros cumplimos, en el primer intento, con sacar los huesos de Leoncio y enterrarlos bien lejos del lugar de la botija para que descansara en paz.

—Por lo visto, tendremos que ir nosotros dos, Ñato, porque si sigues invitando a tanta mala gente para sacar esos reales, podríamos perder el saco y los cangrejos...

—¡Bueno! Iremos los dos, a ver si tenemos suerte y nos traemos esas morocotas para que se nos acabe la peladera, pero, ¡eso sí, vamos a tener que echar pico y pala que jode!

—¿Quién dijo miedo, pues?

 

Aquiles Silva


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