Micromentarios | Vicisitudes de dormir con alguien

Pese a mi edad, tenía la idea de dormir con una bella mujer

En la vida nos topamos, a cada rato, con personas malintencionadas. Me ocurrió a los once años, cuando aún era virgen y recién documentado.


Pese a mi edad, ya giraba a mi alrededor la idea de dormir junto a una mujer bella, inteligente y sensible. 


En un pasillo de la Universidad Central de Venezuela coincidí con un conocido que, al verme distraído, me preguntó qué me ocurría. Le conté y más vale que no. Me señaló que eso de dormir con otra persona tenía sus vicisitudes y que de ellas nada hablaban los cuentos de hadas, las novelas y las películas románticas. Sin preguntar si quería oírlas, me indicó tres de tales incidentes.


–El primero, al abrazar a esa persona durante toda la noche. A los diez o quince minutos, el brazo aprisionado entre ella y yo comenzaría a hormiguear. Del hormigueo pasaría a un latir desesperado que, si se manifestase mediante una voz, no bajaría del grito: "¡Auxilio, me están aplastando!" o "¡Dios mío, por qué no nos hiciste con extremidades removibles!". 

A la mañana siguiente despertarás con la horrible sensación de haber perdido el brazo o tener en su lugar una manguera de achicar agua.


–El segundo –añadió–, sin darte cuenta tendrás que luchar por el edredón, la cobija o la sábana con que se cubran tú y tu pareja. En el trópico y hasta ochocientos metros sobre el nivel del mar esto no es problemático. El rollo empieza más arriba o en las regiones descaradamente frías. Tras dormirte calentito, despertarás al rato semicongelado y con la ya mencionada sensación de haber perdido el brazo bajo tu pareja. 


Ella, con movimientos precisos, te dejará a la intemperie y sin rastro de otro cobertor a la vista. Tendrás miedo de levantarte y buscarlo porque sabes cuánto ruido harás en la oscuridad. O, si es la primera vez que duermes con ella, que despierte y crea que estás buscando robarla, antes de largarte a medianoche.


–El tercero –agregó tras tomar aire–, es el aliento. Cuando al despertar, la beses apasionadamente, descubrirás que tanto su aliento como el tuyo o la suma de ambos, en el mejor de los casos es agrio y, en el peor, similar al de una laguna de aguas servidas antes de su transformación en reciclada potable.


Te enterarás  en ese momento –prosiguió–, por qué llamaron Valiente al príncipe que, tras vencer con la espada solo unos arbustos y unas zarzas –hazaña más propia de un boy scout que de un héroe de la narrativa o el cine–, despertó a la Bella Durmiente con un beso. Si en una noche el aliento se vuelve tóxico, como si brotase del tubo de escape de un tractor, imagínatelo tras un sueño de cien años, es decir, 36.525 fechas. Ese beso no solo requiere amor y valentía sino un ultra plus de locura, ambición de pertenecer a la realeza y un olfato a prueba de una convención de zorrillos y mapurites.


Tras exponerme todo lo anterior, quien pretendió advertirme de los horrores del erotismo siguió su camino como si nada. Mi estupor, por fortuna, no duró mucho: días antes había decidido, bajo juramento, no hacerle caso alguno a los necios.

Armando José Sequera


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